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Cultura

El cordón

México, Distrito Federal. Años atrás. Clásico departamento de estudiantes jóvenes. Sentados todos en un círculo casi perfecto. Catres, cobijas y petates eran los asientos. Música de fondo “Groovin is Easy”, de Electric Flag. Mentes con el cerebro abierto a toda su expansión. Música casi visible y físicamente presente. Lo material les vale madre. Se fijan hasta del movimiento tan perfecto y coordinado de una hilera de hormigas. El pequeño tocadiscos de baterías colocado en el centro del universo, que es el departamento, vomita rock. Las ondas sonoras sensibilizan. Agudizan sus sentidos. Logran separar-disociar todos y cada uno de los instrumentos, para que en un momento de gracia los vuelvan a reunir para así escuchar a la perfección uno y todos los sonidos de la grandiosa banda y la formidable pieza.

Charlas increíblemente inocentes por momentos. Muy profundas por otro lado. Finalmente confluyen. Uno proclama: “El mexicano es tan pendejo que no es siquiera capaz de amar”. Asienten. Se miran. Están conectados entre sí. Saben las intenciones de todos y de cada uno. Yo soy él, como tú eres yo, como son los demás. Como somos juntos. Todos vamos juntos. El tiempo es cosa mental. No existe en ese momento el concepto de tiempo. Ni de muerte. Ni de raza.

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, salen a la calle casi por acuerdo inamovible. La gran urbe. Dirección: Vermont 70, colonia Nápoles. Caminan como soldaditos hasta Insurgentes. Miran las raíces de los enormes árboles de la gran avenida hasta que estos penetran la madre tierra y sus ramificaciones. Comprenden el significado –para ellos de alta filosofía– de los pantalones de campana.

Abordan un autobús. Yo voy conmigo, como contigo y todos vamos juntos. El camión atestado. Los pasajeros son simples mortales. Ellos son los elegidos. Adivinan los pensamientos de los extraños, incluso los del chofer. Un personaje sube con guitarra en mano y se echa un discurso panfletario acerca de sus convicciones marxistas y la explotación al trabajador por parte de los patrones. Sabemos de la falsedad de sus palabras. Incongruencia. Empuñando una guitarra entona las mismas melodías que todos los de su especie. Canciones manidas latinoamericanas. Recoge algunas “monedas” como él les llama. Cuadras más adelante sube al camión un joven alto y muy delgado con la ropa sucia. Los dobles viajeros lo observan con algo de horror. No por su aspecto. Es algo más allá. O del más allá. Después de unos minutos, el joven comienza a convulsionar terriblemente. Sus manos aletean hacia arriba. Ataque de epilepsia. Todos los pasajeros quedan estáticos. El joven, en medio del ataque intenta aferrarse al cordón de plata, ese delgado hilillo que nos ata a la vida según los lamas. Sus esfuerzos son desesperados. El cordón se le escapa de las manos y cae al suelo en donde echa espuma por la boca. Finalmente, después de muchos esfuerzos luchando por su vida logra aferrarse al cordón de plata. De inmediato cesa el ataque y él se sienta agitado. Mientras el resto de los pasajeros llamaban a un médico y gritaban las mujeres, nuestros viandantes hablaron al unísono de la siguiente manera, ya que se encontraban en estado de excitación mirando como estatuas la escena. “¡¿Vieron ustedes lo mismo que yo?!”.

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