En determinadas narrativas musicales nacionalistas europeas, el papel de solista pasa por encima de las construcciones colectivas. Noruega es Edvard Grieg; Finlandia, Jean Sibelius; Bohemia, Bedrich Smetana; y Dinamarca, Carl Nielsen, aunque basta con rasgar un poco la superficie para advertir figuras contemporáneas a éstas, que entre finales del siglo XIX y los compases iniciales del XX, dieron mucho de sí para dotar de identidad propia a las músicas de concierto representativas de sus países.
La desgracia de Rued Langgaard fue vivir bajo la sombra de Carl Nielsen (1865 - 1931). Mientras a éste le llovían los honores y las élites cultivadas danesas de los albores del siglo XX reconocían a Nielsen y a nadie más, Langgaard (1893 - 1952) rumiaba su desencanto, que a veces tomó forma de grito en el desierto. Le molestaba que en la Dinamarca inmediatamente posterior al desenlace de la Primera Guerra Mundial, toda la gloria se concentrara en Nielsen, quien, por cierto, había sido uno de sus maestros.
El problema pasaba porque a Langgaard no le gustaba el curso que había tomado la vida musical de Dinamarca al filo de los años 20. Sentía que detrás de la afirmación nacionalista se escondía el conservadurismo de una burguesía que no quería perder su predicamento en una Europa estremecida por el estallido de revoluciones sociales, la ira del proletariado y la emergencia de ideologías extremas que pronto, en la vecina y muy influyente Alemania, asomarían con fuerza. Le parecía demasiado acomodaticia y complaciente una música que se amoldara únicamente al gusto musical prevaleciente. Y ello lo encarnaba en Nielsen.
Poco le importaba el pedacito de éxito vivido por él mismo a una edad en la que otros apenas soñaban con hacer carrera. En efecto, a los 19 años de edad, Langgaard estrenó su Sinfonía no. 1, compuesta a los 18, con la Filarmónica de Berlín, bajo la conducción de Max Fiedler y el exigente público alemán aplaudió con largueza el acontecimiento.
Si en aquella obra iniciática, el joven autor se reconocía como producto de la evolución del lenguaje orquestal de Richard Strauss, lo que vino después ya no respondía exactamente a los códigos del romanticismo tardío. La música no tenía que ver con identidad espiritual ni sentido territorial de pertenencia, sino con la lucha entre la trascendencia y la imposibilidad de alcanzarla, con la Moral como aspiración y la reacción humana contra sus inflexibles reglas. Una filosofía de arte que en música hallaba difícil traducción, suficiente como para que Langgaard terminara por ser indeseable.
Lobo solitario sin guarida, escribió 16 sinfonías y una ópera curiosamente titulada Anticristo. Ninguna de esas obras nació de encargo alguno y la mayoría no pasó de una audición. Trabajo pasó para ganarse la vida como músico; a duras penas consiguió pasados los 40 años de edad un puesto como organista en la diócesis de Ribe. Nielsen continuó siendo una obsesión. En 1948, durante una jornada de homenaje a la memoria de Nielsen, a Langgaard se le ocurrió dedicar una cantata. El público repudió la oferta; era evidente el espíritu paródico de la composición.
Al fin los melómanos del siglo XXI pueden reconocer a Langgaard gracias al progresivo interés de ciertos directores y agrupaciones orquestales prestigiosas por oxigenar un repertorio olvidado. En ello mucho contribuyó el acucioso trabajo investigativo del musicólogo Bendt Viinholt Nielsen, quien publicó en 1991 en la Universidad de Odense el catálogo razonado y anotado de sus obras completas.
El punto más elevado de la restitución de Langgaard a la vida musical contemporánea lo alcanzó el lanzamiento internacional este año por el sello Dacapo de los conciertos de la Filarmónica de Viena donde el director finlandés Sakari Oramo incluyó la Sinfonía no. 2 (1914) y la Sinfonía no. 6 (1920). El álbum se completa con una fruslería para brillo de Oramo: Jaulosie, tango tzigane (1925), de Jacob Gade (1879 - 1963), donde intervienen como solistas el director en el papel de violinista, y su esposa y compatriota, la soprano Anu Komsi.
Ambas sinfonías ilustran las venturas y desventuras de Langgaard. Se hace ostensible, de una parte, su crítica al estado espiritual de su época y lo que creyó una involución del progreso musical, mientras por otra se aprecia una estremecedora y expansiva simplicidad, surgida de impulsos emocionales: fervor místico y la voluntad por imponer un estilo.
Oramo se ha distinguido como una de las batutas más consistentes europeas de la actual centuria, sobre todo a partir de su paso por las sinfónicas de Birmingham y la BBC de Londres. Su actitud y compromiso con las partituras insuflan de aire necesario el reposicionamiento de Langgaard, quien de ahora en adelante debe abandonar el ostracismo a que fuera largamente sometido.