Pedro de la hoz
Para afinar la puntería en la comercialización de sus servicios, la plataforma digital Primephonic, con oficinas en Nueva York y Amsterdam y especializada en la difusión de música clásica por el sistema streaming o descarga continua, se interesó por los gustos del segmento de mercado británico de personas comprendidas entre las edades de 18 y 34 años de edad.
Increíble pero cierto: el 70 por ciento de los encuestados no sabían quién era Mozart y el 20 dio por cierto que Bach estaba vivo. Ah, pero el 94 por ciento conocía vida y milagro de Adele.
En 2006, sin embargo, Mozart (1756-1791) había sido elegido como el compositor favorito de los británicos, según una encuesta publicada Radio Classic FM quienes votaron por incluir el Concierto para clarinete y orquesta como una pieza que debía ser incluida en el Salón de la Fama de Classic FM, por encima del Concierto para piano no 2, de Rachmaninov
¿Retroceso en la formación musical? ¿Intoxicación de hábitos de consumo de géneros urbanos? ¿Negación de los valores del pasado? ¿Identificación de lo clásico con el conservadurismo? ¿Fractura generacional? Sería interesante profundizar en la búsqueda de respuestas para esas interrogantes.
Es muy probable que los desconocedores de Mozart hayan escuchado temas y melodías del genio salzburgués sin darse cuenta. Mozart es uno de los clásicos más saqueados por la industria del entretenimiento al punto de sufrir un proceso de banalización sin freno.
Tanto la Sínfonía no. 40 como Pequeña serenata nocturna, desde los tiempos de la música disco, han padecido versiones que desmedulan sus contenidos. No soy defensor de la pureza; admito, y me gustan, determinadas apropiaciones y fusiones de estilos, de lo clásico a lo popular, y viceversa.
Cómo no rendirnos ante el calado del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, recreado por el genio flamenco de Paco de Lucía. O impedir que nos seduzca la sorprendente versión de Vocal Sampling sobre Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss. O el poderoso crossover entre Luciano Pavarotti y Lucio Dalla en Caruso.
Aún tengo fresca la impresión de haber escuchado a la Manfred Mann’s Earth Band, al filo de los años 80, tomando como préstamo uno de los temas de El pájaro de fuego, de Igor Stravinsky, para dar cuerpo a la electrizante pieza Starbird. Sigue siendo única la manera con que Emerson, Lake & Palmer pusieron en órbita, con un guiño a Chaikovski, Nutrocker, basado en la marcha de Cascanueces.
Ese no es el problema, sino cuando se degradan sustancias y se vende, digamos a Mozart, como autor de música para relajación o se encasilla en un monótono, simétrico y aburrido un-dos una melodía suya, bajo el pretexto de que lo techno es lo que gusta. Ni hablar del flaco favor que se le hace cuando escuchamos en el tono de un celular la atroz mutilación del Rondó alla turca.
Uno de los notables pianistas de nuestra época, el maestro Joaquín Achúcarro, ante esta realidad, fue concluyente: “En dos compases de Mozart hay más ideas que en muchos conciertos de música pop”. El musicólogo español Rodolfo Pérez González dio la clave de la vigencia mozartiana con estas palabras: “En Mozart no hay exageración, esfuerzo ni vaguedad. Su pureza da la extraña sensación de que no significa nada. Es música que desaparece como el aire que respiramos en una mañana en el campo. Todos los que amamos su música hemos sentido alguna vez en sus obras esa extraña sensación atmosférica que se parece a un día brillante, perfecto y diáfano”.
Haría falta, no obstante despejar algunas nubes que van mucho más allá de Mozart. La música clásica tiene una cuota de mercado global en el mercado de la música de alrededor del 5 por ciento en descargas, radio y ventas de CD. Pero en la transmisión, su participación es solo 1 por ciento. Los expertos de la industria proyectaron que hacia el 2030, el 70 por ciento de los ingresos y el consumo de música a nivel mundial estarían en plataformas digitales. Si el mundo va inexorablemente hacia ese horizonte –aun cuando siga vigente el disco y los circuitos de presentaciones en vivo logren que las políticas culturales de los estados tengan en cuenta le necesidad de sostener estos empeños y no se despeñen por el precipicio neoliberal–, algo habrá que hacer para que el pop, y no siempre el mejor, inunde el mercado.