Pedro de la Hoz
A finales de mayo se dio a conocer la acreditación del Premio Camoes a Chico Buarque de Hollanda. La noticia no puede pasar inadvertida. De hecho no lo fue en los medios lusófonos; en nuestra lengua se introdujo en los espacios culturales por la vía de los despachos de las agencias. Haría falta más, en términos de justa valoración.
Cuando a Bob Dylan le concedieron el Nobel de Literatura, la alharaca fue mayor, si se quiere controversial, con razones o sin ellas. El Camoes se mueve, claro está, en un ámbito de alcance restringido: es el reconocimiento más importante para los autores literarios vivos de expresión portuguesa. En Dylan valoraron el vuelo y la densidad lírica de sus canciones. Sin ánimo de comparar, Chico rebasa esa frontera; el brasileño no solo califica como uno de los más relevantes compositores y cantantes poetas de nuestra época; también ha escrito novelas que de un modo u otro han revolucionado el canon literario en su país, su lengua y merecen un altísimo sitial a escala internacional cuando el conjunto de la obra narrativa se contrasta con lo mejor que se publica en cualquier parte del mundo.
El Camoes, que con su nombre honra a uno de los grandes poetas iberoamericanos de todos los tiempos, exhibe desde su instauración en 1989 con el respaldo de las autoridades estatales de Brasil y Portugal, un palmarés a prueba del más exigente examen, que afortunadamente ha tomado en cuenta, con el paso del tiempo, a creadores de los antiguos territorios coloniales portugueses no tan visibles pero no menos importantes que los que gozan del respaldo de las editoriales euroccidentales y norteamericanas.
Así, junto a los imprescindibles portugueses José Saramago, Antonio Lobo Antunes y Agustina Bessa-Luis y brasileños Jorge Amado, Joao Cabral do Melo Neto, Antonio Cándido, Rubem Fonseca y Lygia Fagundes Telles, el Camoes ha honrado a los mozambiqueños Mia Couto y José Craveirinha, a los angolanos Pepetela y Luandino Vieira y a los caboverdianos Armenio Vieira y Germano Almeida. Todos ellos debían ser más estudiados, leídos y reconocidos entre nosotros.
Chico se codea, desde antes y más ahora, con esos creadores, tanto desde la poesía de sus canciones como por su obra narrativa, sin olvidar sus aportes al teatro. Debo corregir mi juicio: sea cual sea el género literario, Chico nunca deja de ser el poeta.
Ya lo tenía entre mis músicos-poetas favoritos –gracias a Leo Brouwer, que con el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC organizó un fabuloso concierto en la sala Chaplin con obras de Edú Lobo, Erasmo Carlos, Gilberto Gil, Caetano Veloso y Buarque en los tempranos 70–, cuando llegó a mis manos Estorbo (1991), su primera novela. Había una mezcla de Kafka y Camus en aquel relato sobre la alucinación y el desasosiego del protagonista.
A mediados de los 90 con la publicación de Benjamín, el salto fue visible. Sin renunciar a una prosa ajustada en la transmisión de atmósferas, la novela justificaba su densidad más allá de la peripecia, a base de penetrar en la psicología del protagonista y la percepción que otros tenían de éste. Alguien dijo, con razón, que parecía un filme puesto en palabras.
La prueba definitiva de que Chico era un novelista de raza llegó con Budapest (2003). Las pasiones, dudas, sacrificios y tormentos de los escritores fantasmas (ghost writers), esos que prestan su oficio a otros desde el anonimato, nunca habían hallado una resonancia tan honda y particular. A pesar de que Walter Carvalho la llevó al cine en 2009 con un elenco encabezado por Leonardo Medeiros y Giovanna Antonelli, la novela supera con creces a la exitosa película. Nadie permanece indiferente ante los intrincados vericuetos argumentales del texto y la visceral exposición de las vanidades humanas.
No conozco la pieza narrativa que vino después, Leche derramada (2009), aunque leí el juicio del crítico Francisco Bosco, del diario O Globo, que le atribuyó “nitidez semántica y elegancia sintáctica configurando el equilibrio de su economía”. Pero la impresión que me dejó Budapest, en cuanto a habilidad narrativa y prospección poética en el arte de contar, se confirmó cuando devoré El hermano alemán (2015), donde se revela por primera vez un costado autobiográfico en el cuerpo novelístico del autor. Habrá que prestarle atención a lo que el propio Chico ha dicho acerca de que se siente mucho más innovador en sus novelas que en sus canciones.
El comité que decidió distinguir a Chico con el Premio Camoes 2019 resaltó una obra que “atravesó fronteras y se mantiene como una referencia fundamental de la cultura del mundo contemporáneo”. Consideró “el carácter multifacético de su creación”, al recordar que a las canciones se suman obras de teatro y crónicas. Sostuvo –y aquí queda por debajo de la realidad, pues Chico es parte de la memoria de quienes vivimos en otros espacios– que se trata de una obra que constituye “referente cultural de diferentes generaciones en todos los países donde se habla el idioma portugués”.
Cierro esta nota con el fragmento de un diálogo, de muchísimos años atrás, entre la gran escritora brasileña Clarice Lispector (autora de la inefable La hora de la estrella) y Chico. Ella le dice: “Tengo la impresión de que usted nació con luz en la frente: todo le corrió fácil y natural como un arroyo. ¿Estoy segura si pensé que para usted no es muy laborioso crear?”
Chico respondió: “No es así. Porque a veces estoy buscando crear algo y duermo pensando en eso, En general me canso y desisto. Al otro día la cosa estalla y cualquier persona pensaría que fue gratuita, nacida en aquel momento. Pero esta explosión viene del trabajo anterior inconsciente y aparentemente negativo. Esa es la verdad”.