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Cultura

Hacienda Tabi o Alicia en el país de las maravillas

Víctor Salas

El artículo que escribí hace unos días, acerca de la famosa hacienda de Tabi, estuvo sustentado en la información que hay de ella, en You Tube, en la que se dice que puedes acampar en su terreno y muestran a grupo de jóvenes en tal tarea. Creído de esa realidad, el sábado tomé carretera y llegué a Ticul, donde me informaron que “hay dos caminos, el corto, por Postunich; y el largo, por la otra carretera que está mejor”. Tomé el primero porque me dijeron que distaba solamente seis kilómetros de ahí. No me esperé una vía estrecha y en tan malas condiciones que parecía camino de terracería. Son casi diez kilómetros despoblados en su totalidad. “Es un camino de pura hortaliza”, me dijeron, pero no vi ninguna. Finalmente llegué a un entronque en el que había una señal rústica hecha de madera y con una flecha que indicaba virar a la derecha para llegar al Museo del Cacao que se se encuentra a diez kilómetros de ahí. Avancé unos kilómetros e intuí que el camino no era ése. Regresé al crucero esperando obtener alguna ayuda. Todo estaba deshabitado. Se asoma una camioneta blanca de redilas. Me bajo, le hago la mano al conductor, quien para mi fortuna se detiene. Le pregunto por Tabi. Me hace una explicación y luego me dice: “sígueme, yo voy por ahí”. Anduvimos en sentido contrario a la flecha del letrero del crucero. Un poco más adelante se detiene mi informante y me dice: “yo doblo aquí, ahí donde esa brecha doblas y sigues el camino, ahí está”. El camino es accidentado, lleno de baches y a ambos lados hay plantíos de cítricos con los frutos tirados en el piso. La tarde es gris y lloviznosa. Despacio avanzo y el camino me parece infinito, especialmente porque no se ve a humanos. Mucho limonario, limas, mangos y mameyes. ¿Quién cosechará todo esto?, me pregunto. Me siento nervioso y tenso, el camino no se acaba. De pronto, la vereda en la que voy se abre en tres caminos y no hay rastro de Tabi. ¿Qué hago, sigo la brecha de en medio, la de la derecha, la de la izquierda o doy marcha atrás? Son casi las cinco de la tarde. Retrocedo. Al girar para regresar, veo a una señora agachada entre las matas de limones. “¿Mamita, dónde está Tabi?”. “No hay. Está cerrado. Tienes que ir a casa del encargado. Vive ahí donde hay un tráiler. Enfrente de la tiendita. Pregunta por él”. Llego a la tiendita, un bendito señor está agachado cuidando una moto. “Buenas tardes, papi, ¿dónde vive el encargado de la hacienda?” Me señala con el dedo el tráiler, que es en realidad un camión de redilas. Llego a la casa. En una hamaca, un señor duerme a pierna suelta. Después de gritar varias veces buenas tardes, aparece una muchacha, quien me informa que “está cerrada al público, ya no abre por falta de mantenimiento. No se puede ver ningún día de la semana y menos ahorita que ya es tarde”. Me siento frustrado. He invertido más de dos horas y media para dar con el sitio. Le pregunto cómo salir para Mèrida. La muchacha me explica, pero no entiendo mucho. “Sigue esta carretera nueva”, me dice. Avanzo y me topo con un restaurante. Bajo. Pregunto. Sale un mesero y me dice: “Sigue hasta llegues al crucero. Pero no dobles para nada. Ahí hay un letrero que dice para Mérida o para Oxkutzcab. Si quieres pueblear, anda por el otro camino”.

Me he alejado bastante de Mérida. Estoy en el camino que va a Tekax.

Llego a Mérida cuando a la ciudad la ha encharcado una lluvia que debe haber sido fuerte. Quiero un caldo de pavo caliente, muy caliente. No he comido nada en todo el día. Voy a San Sebastián. No hay servicio en todos los puestos. Me mandan al único que tiene toldos y no se moja uno. Pido mi caldo. Me lo traen y al probarlo, lo encuentro frío. Definitivamente, no era mi día. Hubiera sido mejor quedarse en casa. John Stephens se tiene la culpa.

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