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Cultura

El infierno de Fat Man

Por Pedro de la Hoz

El 9 de agosto de 1945, unos 40, 000 de los 263, 000 habitantes de Nagasaki estaban lejos de suponer que ese día serían borrados de la faz de la Tierra. Setenta y dos horas antes el infierno nuclear se había desatado sobre Hiroshima. Como el país estaba en guerra, las noticias corrían con lentitud, y en Nagasaki, salvo los mandos políticos y militares, no sabían a ciencia cierta lo ocurrido.

Un Japón exhausto y depauperado asistía al final de la aventura imperialista. Otro imperialismo, el norteamericano, se ensañaba con Japón. No hacía falta ya el despliegue del armamento más letal hasta entonces jamás producido para que el gobierno del archipiélago asiático se rindiera. Debe darse crédito a quienes opinan que las descargas atómicas, más que a masacrar al pueblo japonés, tenía por objeto intimidar a la Unión Soviética, en precaria alianza con los Estados Unidos en la lucha contra el nazifascismo. Lo que vino después, la guerra fría casi caliente por momentos y la delirante carrera armamentista, les da razones.

Los halcones estadounidenses utilizaron nombre en clave para designar los artefactos lanzados en agosto de 1945: la bomba sobre Hiroshima, Little Boy (Pequeñín), la de Nagasaki, (Hombre Gordo). Nagasaki no estaba en el programa; la bomba debía caer sobre Kokura. Pero las condiciones climáticas –espesas nubes y poca visibilidad– obstaculizaron el lanzamiento. El piloto del avión portador de la mortífera carga, Charles Sweeney, en lugar de regresar a la base o arrojarla al mar, optó por Nagasaki.

A las 11:01 a.m. la dejó caer; a las 11:02 explotó con su potencia de 22 kilotones. Se calculó una súbita elevación de la temperatura a ras de tierra de 3 900 grados centígrados. Si fueron 40 000 las víctimas instantáneas, a fines de año, producto de las lesiones y la radiación, se contabilizaron alrededor de 80 000.

Todavía hay quienes, en una especie de malabarismo estadístico macabro, aducen que Nagasaki tuvo suerte, porque la topografía de la ciudad, rodeada de colinas, impidió un daño semejante a Hiroshima. Afirmar esto es padecer de una miopía criminal. En Hiroshima y Nagasaki, en sólo segundos, se consumó el peor genocidio que ha conocido la especie humana.

La escritora estadounidense Susan Southard publicó en 2016 un libro que todos deben leer: Nagasaki, la vida después de la guerra nuclear. En sus páginas narra la brutal odisea de cinco muchachos y muchachas que vivían en agosto de 1945 en la ciudad portuaria nipona. Southard dedicó más de una década a entrevistarlos y, a la par, contrastar sus testimonios con apreciaciones de historiadores, médicos y expertos nucleares para reconstruir los días, meses y años posteriores al bombardeo.

Pasión, compasión y rabia afloran desde sus páginas, al seguir los avatares de los protagonistas desde entonces hasta nuestros días: son los llamados hibakushas (víctimas de la radiación), que vagan por la ciudad, socialmente rechazados, y tropiezan con enfermedades agudas o de aparición tardía relacionadas con la contaminación radioactiva y el temor de legar trastornos genéticos a sus hijos y nietos.

En una notable demostración de resistencia humana, esos hibakushas decidieron hablar sobre sus experiencias, incluso cuando las políticas de los Estados Unidos mantuvieron oculto su sufrimiento tanto en su propio país como en el mundo. Esta quizás sea la mejor disección posible para poner al descubierto la manipulación mediática que sufrieron ambos países y las reacciones a un acto de violencia extrema disfrazado de necesidad vital. La autora da un tiro de gracia a la versión de que el ataque a Nagasaki fue el que en definitiva consiguió convencer a Japón de que se rindiera.

Luego de la aparición del libro, Southard ha sido invitada con frecuencia a charlas y conversatorios en universidades, centros de investigación y debates públicos en su país. “En estas charlas –confiesa– aprendí a estar preparada para que alguien en la audiencia diga que los japoneses merecían lo que obtuvieron. Todavía es difícil de escuchar ese punto de vista. Siempre devuelvo al auditorio una pregunta: ¿los hombres, mujeres y niños de Nagasaki realmente se lo merecían?”

La escritora abunda sobre esas experiencias: “¿Qué pasa con Pearl Harbor?, me escriben los partidarios de la bomba, refiriéndose al ataque japonés que comenzó la Guerra del Pacífico. ¿Qué pasa con las atrocidades de Japón en China?, me gritó un hombre en una lectura. ¿Qué pasa con los prisioneros de guerra aliados que fueron torturados y asesinados por soldados japoneses? Sí, les digo a ellos. Entiendo tu indignación, incluso tantas décadas después. Puedo comprender el coraje de quienes lucharon, la profunda pérdida que tantas familias estadounidenses experimentaron durante esa larga y costosa guerra, y cuán desesperadamente todos querían que terminara. Pero también existen otras verdades. Japón atacó a los Estados Unidos y cometió innumerables otras agresiones militares y crímenes de guerra horribles, y los Estados Unidos bombardearon e incineraron la totalidad o partes de 66 ciudades japonesas, matando, mutilando o irradiando a más de 660 000 civiles. Sólo en Nagasaki, a fines de 1945, cuando fue posible un primer recuento, entre 74 y 80 000 hombres, mujeres y niños estaban muertos. De ellos, sólo 150 eran militares. Hoy a este tipo de asesinatos indiscriminados y daños a civiles se llamaría terrorismo”.

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