Cultura

Cuando las húngaras llegaban a la ciudad

Roger Aguilar Cachón

Nuestra ciudad ha sido una gran receptora de personas y espectáculos populares que han sentado un hito en la historia de nuestra tierra. Siempre ha recibido con los brazos abiertos a personas que han pisado nuestro terruño en busca de un mejor futuro o bien en aquellos años, por la fama que se tenía de ser una ciudad tranquila, en donde lo único que había que soportar era el inclemente calor de los meses de mayo a septiembre.

No había tanto calor, ya que teníamos grandes extensiones de tierras con muchos árboles frutales y de ornato que favorecían un buen clima, eso llamaba la atención de propios y extraños, por eso era llamativo venir a vivir a Mérida. Uno de los eventos que esperábamos durante todo el año era la temporada de los circos, ya que no solo traía momentos de diversión, sino también de expectación.

No había una época determinada que indicara que se iniciaban las visitas de los diferentes circos que llegaban de otros lugares a la ciudad. Cada uno de esos circos traía espectáculos diversos, pero igualmente venían con ellos una serie de personajes a los cuales se les veía pululando por las calles de la urbe y por las cercanías a la Casa del Pueblo.

Recuerdos gratos tengo de mis años de estudio en una primaria que se encontraba en el Centro Escolar Felipe Carrillo Puerto, en el turno matutino se llamaba Domingo Solís Rodríguez, esto nos sirve para ubicar al lector de la cercanía entre la escuela y el sitio donde se instalaban los circos.

A la salida de la escuela, en la mayoría de las veces con mis hermanos, primos y amigos, pasábamos por el terreno de la Casa del Pueblo con la intención de ver cómo los trabajadores comenzaban a instalar el circo y ver los grandes tachuelones que pegaban al piso a golpe de marro para poder levantar y sostener las carpas. Era un espectáculo que poco a poco se fue diluyendo y el circo dejó de instalarse en ese lugar para pasar a otros terrenos.

Entre las personas que llegaban con los circos o bien que de manera casual llegaban justo en el mismo tiempo, se encuentran las famosas húngaras o gitanas, que representaban una vista colorida en la ciudad y un miedo indescriptible por parte de los niños de aquellos ayeres.

Nosotros, los niños, sabíamos que ellas llegaban en buen número con los circos. Las veíamos vistiendo largas y anchas faldas, en el mayor de los casos floreadas, con grandes collares que adornaban su vestimenta y con chanclas o sandalias. En el mayor de los casos traían su cabello recogido, que se tapaban con alguna pañoleta, aunque en ocasiones traían el cabello suelto y daba una mala impresión.

No se sabe de donde provenían, aunque nosotros las conocíamos como las húngaras, desde luego que no venían de Hungría, ya que tenían la facha de ser del DF o de algún lugar cercano a la capital de la República. No sabemos a cierta exacta cuál era la función que tenían en el circo y, desde luego, es muy probable que nada tuvieran que ver, pero de lo que estamos seguros, los niños de ayer, es que aprovechaban las caravanas de estos para venir hasta estas tierras, que las recibía con gusto, pero que para nosotros representaban un miedo que no tenía parangón.

Era un miedo que nos fue infundido por nuestras mamás y tías grandes, ya que nos decían muchas cosas sobre ellas, pero que al grito de alguien por la calle de “ahí vienen las húngaras”, pegábamos el salto, la carrera o a brincos largos, y llegábamos a nuestras casas casi temblando de miedo ante la presencia de estas personas, las húngaras. Es muy posible que hasta ellas supieran el efecto que causaba sus visita y su paso por las calles de nuestra ciudad. Es importante destacar que las húngaras no se les veía por el centro de la ciudad y menos por los rumbos del norte. A ellas les gustaba pasear por calles cercanas al mercado y por el rumbo de las colonias que se encontraban por el centro y sur de nuestra blanca Mérida.

El de la tinta, en esos ayeres niño de primaria y secundaria, sí les tenía miedo como todos los demás amigos y hermanos, y recuerda que nunca les vio la cara de manera directa, para no causarles molestia alguna, no se sabe si en realidad eran malas, ya que pocas personas tenían amistad o cercanía con ellas. De las húngaras se decía que robaban niños para venderlos y llevarlos a otras partes del país; otras que los asustaban, también se comentaba de ellas que leían la suerte con solo ver la mano, o bien que tenían otras virtudes, aunque también a su paso se conformaban con algunas monedas que alguien o algún transeúnte les pudiera dar.

La monotonía de la ciudad se alegraba con la llegada de estas personas, de todas las edades, algunas muy jóvenes y otras ya de avanzada edad, que si aún estuvieran por nuestros lares bien que pudieran ser inscritas para tener una pensión federal de los 65 y más. Con sus coloridos vestidos, sus pañoletas, collares y pulseras, dignas de un cuadro de gran expresionismo, se paseaban por las tardes por nuestras casas y si nos las encontrábamos en la misma acera, no dudábamos en cruzar la calle. Había algo que las hacía diferentes, su forma de hablar, tenían un lenguaje que los enterados en el tema de las húngaras decían que hablaban el caló.

Podían estar en nuestras calles el tiempo que el circo permanecía o bien un tiempo mayor, pero así como llegaban, de un día a otro desaparecían y en nosotros regresaba la tranquilidad de salir a la calle sin el temor que fuésemos robados y nos llevaran lejos de nuestras familias. Era una tranquilidad que seguro muchos niños como el de la tinta sentían al momento de no verlas más en las calles.

El andar y la presencia de las húngaras no solo se circunscribía a la ciudad, una fuente fidedigna comenta al de la letra que se les podía ver en el puerto de Progreso y en poblaciones lejanas como Peto, en donde su presencia creaba un ambiente de zozobra, ya que se incrementaban los robos a las casas y de manera importante había que guardar o no sacar a la calle a los niños pequeños, porque era posible que ellas (las húngaras) se los robaran. También en esos lugares realizaban labores de predecir el futuro o la lectura de las manos.

Ahora en edad adulta, ya en la tercera edad, no recuerdo haber visto a esas señoras, llamadas húngaras o gitanas, paseando por la ciudad, es posible que ya no se arriesgaran a venir a nuestra ciudad por el temor a ser víctimas de algún atropello, por aquello de estar revestidas de joyería de pies a cabezas o bien por haberse sedentarizado en algún lugar. Como fuese la situación, su paso por esta ciudad a temprana edad ha dejado una marca imborrable en la memoria del de la tinta y de seguro en la de muchos de mis caros y caras lectoras. ¿Ustedes, se acuerdan de las húngaras?