Cultura

Las tres edades de Almodóvar

Pedro de la Hoz

La condición de septuagenario de Pedro Almodóvar, efectiva a partir de este 25 de septiembre, es pasto de gacetillas y cotilleos, frivolidades y devaneos, mas no se debe despalillar a la ligera la obra de un cineasta que ha revolucionado códigos y desarrollado una estética personal.

Poco importa que su círculo íntimo se haya reducido –vaya insistencia la de ciertos medios en ventilar si convive o no con su pareja– o que privilegie en sus películas este o aquel modelo de vestir, o que si las gafas oscuras se debe a una supuesta fotofobia, o que si una u otra subió o cayó de la lista de las chicas Almodóvar. Nada de esto es relevante para evaluar el peso de una carrera no exenta de polémicas ni puntos de inflexión.

Siento que el artista ha pasado por tres edades para llegar a la de hoy. La primera fue la del descubrimiento de su talento y la posibilidad de poder expresarlo en el contexto de una España en transición y una filosofía artística que se debatía entre el agotamiento de algunos paradigmas de la modernidad y la irrupción de un discurso que mezclaba iconoclastia y relativismo, y se daba en llamar posmoderno.

Es el Almodóvar que asomó en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), icónica del destape que sucedió al franquismo, con uno de los emblemas de la movida española, Alaska, de agresiva ideología punk, y culminó con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988).

A la distancia de treinta años de su estreno, el crítico Eduardo Nabal apuntó que la entrada de Almodóvar a “la gran taquilla”, con guiños a Hitchcock, la sátira social amable y gestos de comediante adaptado a nuevas realidades, y una caleidoscópica visión de la condición humana y las relaciones sentimentales, centrándose en un universo principalmente femenino, estuvo “también llena de concesiones”. Para ello “tuvo que abandonar la homosexualidad tormentosa de La ley del deseo, el feminismo cañero y social de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, el anticlericalismo esperpéntico de Entre tinieblas…”.

Desde ese momento comenzó a tomarse más en serio el contrapunto entre melodrama y reflexión psicosocial. Su caligrafía se delineó de una manera más sutil, aparentemente menos tendenciosa, orgánicamente más segura aun cuando el despropósito argumental y el culto por lo kitsch sacara la cabeza. Así lo tenemos en filmes maduros en su narración como Tacones lejanos (1991), La flor de mi secreto (1995), Carne trémula (1996) hasta desembocar en la muy buñueliana Los amantes pasajeros (2013).

Se le cree cuando dice: “He utilizado mucho el estilo posmodernista de la década de los 80, pero a la larga uno termina por saturarse. En el kitsch puede haber cosas horribles y sin interés, así como otras espléndidas y delicadas. Yo escogía las cosas que me gustaban. Y después evolucioné: el estilo de los 80 debe quedarse en los 80”.

A los 70 años –¿una tercera edad literal y metafóricamente?– los seguidores de Almodóvar sueñan de nuevo con el Oscar. Ya lo obtuvo con Todo sobre mi madre (Mejor película extranjera, 1999) y Hable con ella (Mejor guion original, 2003). En la carrera hacia Hollywood cuelga de su más reciente película, Dolor y gloria. Al conocer la aspirantura –no es la nominación, aclaro, pues para eso falta–, Almodóvar declaró: “Quiero agradecer a los académicos españoles el apoyo y la oportunidad de poder competir, una vez más, en la categoría de Mejor Película Internacional en los próximos Oscar. No será fácil estar entre las cinco nominadas porque hay mucha competencia, cada año más”.

Él mismo ha descrito Dolor y gloria, la más personal de sus cintas, como una serie de un director de cine en su ocaso. Primeros amores, segundos amores, la madre, la mortalidad, algún actor con el que el director trabajó, los sesenta, los ochenta y la actualidad. Y el vacío, el inconmensurable vacío ante la imposibilidad de seguir rodando. También habla del teatro como elemento que dinamita y dinamiza el pasado y lo arrastra hasta el presente. Habla de la creación, cinematográfica y teatral, y de la imposibilidad de separar la creación de la propia vida. Y como esto último se respira en cada fotograma, se ha dicho con razón que Dolor y gloria es una película donde la autobiografía del cineasta se funde con la del protagonista.

Si Almodóvar solo se dedicara a filmar, nada habría que objetarle. Pero cuando habla, las palabras no se avienen siempre con el espesor de su obra. Al recibir en días pasados el León de Honor de la Mostra de Venecia, aseveró: “Mi cine es producto de la democracia española y mis películas la demostración de que era real”.

El escritor Ignacio Echevarría puso los puntos sobre las íes al comentar: “Algo me crujió cuando leí esta frase, que –más allá de la soberbia que exuda– me sugiere cosas muy distintas, me temo, a las que la inspiraron”.

Y luego se explayó: “La trayectoria de Almodóvar ilustra mejor que ninguna otra la domesticación de cierta contracultura operada principalmente por los dirigentes del socialismo rampante, los mismos que asimilaron cultura y fiesta. Ellos convirtieron su cine –lujo, kitsch, descaro, tragicomedia, españolez, sentimentalidad, costumbrismo pop, transgresión light, profundidad horizontal– en exportable disfraz de una modernidad de escaparate a la que por momentos pareció conformarse el proyecto democrático. Si algo demuestra ese cine es precisamente la tendenciosa identificación de las libertades democráticas con esa superficial idea de modernidad”.

Nada de esto impide disfrutar a Almodóvar, pero con sentido crítico y sin veneración obsecuente. ¿Habrá una cuarta edad del cineasta en lo adelante?