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Cultura

Cómo encarar el trap

Pedro de la Hoz

Para quienes encuentran placer en las sinfonías de Mozart y los preludios de Chopin, o en el otro extremo se embelesan con las melifluas canciones románticas del pop latino, el trap debe parecerle algo distante y anómalo. Sé que una impresión similar deja entre los amantes de la salsa o el bolero cuando se acuña la marca trap latino como una promisoria estación evolutiva de la música en la comunidad de sociedades iberoamericanas.

El trap es cuestión de jóvenes, se dice, aunque luego veremos que gente mayorcita saca buena lasca del asunto; de tribus urbanas adolescentes, de muchachos nativos digitales, pegados, mientras no duermen, a adminículos electrónicos.

Los adultos no entienden el trap como tampoco entendieron el reguetón y ya se dice que el trap desplaza a esta última especie en la región, y salen a relucir ídolos que se venden como modelos a los que hay que seguir a pie juntillas. El trap es una realidad inobjetable, pero, contrario a lo que nos han hecho creer los publicistas y pregoneros de la industria del entretenimiento, no es una realidad incuestionable.

Comencemos por el origen. Trap viene de rap, aunque las diferencias saltan al oído y la vista. En el léxico inglés de los bajos fondos en los estados sureños de EE.UU., el vocablo se halla asociado al alcohol, las drogas y otros negocios ilícitos. En los años treinta decir trap remitía a escondite de licor, y en los sesenta el término funcionó igual para los puntos de droga.

El origen de esta subespecie de la contraproducentemente llamada música urbana se focaliza en Atlanta con ramificaciones en Nueva Orleans y Memphis. En 1992, uno de los primeros discos fue Cocaine In The Back of the Ride, de UGK. En 1996, Master P lanzó su sencillo Mr. Ice Cream Man. Fanáticos y periodistas comenzaron a referirse a los raperos cuyo tema lírico principal era el tráfico de drogas como “raperos de trap”.

Como no me gusta especular, dediqué unas cuantas sesiones de escucha al trap y unas cuantas horas a analizar el contexto de su lanzamiento y actualidad. Advertí que del rap tomaba préstamos, pero también de la música electrónica. Por un lado, resultaba una fórmula primaria, eso sí más densa y por momentos estrepitosa en los traperos de mayor impacto en los EE.UU. de finales de los años noventa y la primera década de este siglo. Por otro, una amalgama aleatoria de las fuentes nutricias, desprovista de basamento conceptual. Es lo que llamo tocar de oído y a como dé lugar.

Entre los más influyentes traperos figuraron DJ Screw, con sede en Houston; T.I. con su muy difundida Trap Muzik, y el rapero Gucci Mane que emigró hacia la nueva zona sonora a explotar. Otros raperos que produjeron música de trap temprana fueron Waka Flocka Flame y Three 6 Mafia.

Hasta cierto punto comparto la definición del colega español Manuel Jabois al caracterizar el fenómeno: “Es una música fronteriza con géneros de todo tipo, desde el hip hop hasta el reguetón, con sintetizadores, voz distorsionada por el auto-tune (procesador de audio que enmascara desafinaciones y graves deficiencias en la entonación): un sonido oscuro y envolvente con letras de un estilo de vida delincuencial, gente que vive al otro lado de la ley y se muestra orgulloso de eso. Chicas y chicos de barrio que han extrapolado sus códigos personales y son seguidos por miles de personas: drogas, sexo, relaciones. Y trap es cantar lo que conoces: no sentirlo como propio, sino haberlo vivido. De ahí la identificación de tantos jóvenes: les están contando la verdad”.

Dudo, sin embargo, que se trate de la verdad. Si en los traperos iniciales esto era o parecía ser así, los que fueron montados en el bus de la fama por la industria –regida por empresarios para nada adolescentes– responden más al mito que los encumbra que a la esencia de lo que cantan. Incluso, diría que la esencia es puro relleno ante las inflexibles reglas de un producto hecho para consumir pasivamente. Violencia, sexo, desparpajo en las antípodas del realismo crudo, el erotismo y la responsabilidad.

En el trap latino esto se acentúa mucho más. El desenfado y el espíritu transgresor que algunos pretenden atribuir a la especie se pierden entre la grosería y la vulgaridad. Tómese el ejemplo de Bad Bunny (Conejo Malo). No hizo falta que supiera los rudimentos del lenguaje musical; le bastó una computadora para rimar, o mejor dicho, ripiar versos atrevidos, que hablan de sexo y dinero, para que un avispado productor se diera cuenta de que el muchacho que ganaba unos dólares como empaquetador de un supermercado en Puerto Rico podía ser un negocio redondo, vendido como se debe a adolescentes ávidos de rutinas rítmicas y gestos aparentemente atrevidos. El verbo vender resulta clave mágica. Nadie quiere perder. Bad Bunny cree lo que le han hecho creer, que encarna una nueva religión mundial.

El colombiano Maluma se ha viralizado tanto por sus mensajes misóginos como por la marcha atrás que dio cuando cayó en cuenta –y sus patrocinadores también– de que la reacción negativa del público femenino restaba cifras al negocio. Tan soez fue el ataque como la respuesta.

¿Nada que hacer? Imposible ignorar el trap. Por parte de la industria las cosas seguirán igual mientras rindan dividendos. Educar el gusto va por otro lado y no va a ser la industria quien lo haga. Las instituciones y la sociedad civil tendrían mucho que encarar. Soy realista y a la vez optimista. No hay trap que dure cien años ni oído que los resista.

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