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Cultura

Lo fantástico contra la mediocridad

Antonio Tec

Conocí a Joaquín antes de que se dejara la barba. Hemos leído borradores de cuentos uno del otro. También nos hemos contado historias que no hemos logrado escribir, historias propias y ajenas en la volatilidad de la palabra oral. Siempre ha habido respeto, curiosidad, retroalimentación y la firme creencia de que hay algo que relumbra ahí en la tinta borroneada, en los cambios y la obsesión por alcanzar un perfeccionamiento estilístico, en la mediocridad de la insatisfacción de los muchos textos que han acabado en la papelera.

Escribir sobre Mediocre (2019) de Joaquín Filio (1991), su ópera prima, podría parecer consecuente a la amistad (complicidad y camaradería literaria) que nos une. Las reseñas de escritores que uno conoce, siempre tienen ese otro sabor de misterios pretendidamente develados. Pero conocer a escritores no siempre empodera para la crítica a uno como lector, sobre todo cuando algunos son seres insufribles que se creen más etéreos y divinos que las flamas que consumirán sus obras, que afortunadamente no es el caso de Joaquín, por supuesto. Intento escribir sobre la primera obra publicada por un cuentista joven desde la perspectiva del crítico literario, igual joven, que soy.

Mediocre es una obra breve, una plaquette de 30 páginas, bajo el sello del taller de cuento Hipogeo, y forma parte de una colección del mismo. Es de una brevedad que podría leerse, como dicen, de una sentada, pero que incita a varias pausas. En narrativa, se sabe, la brevedad o la longitud no son garantía de calidad o paja literaria. Uno de los puntos más complicados en la narrativa es la capacidad de describir con precisión una escena, el ambiente, un personaje, los colores, las voces, los movimientos, etc., sin perder el ritmo ni el pulso preciso que no descarrile el interés del lector. Otro es poder resumir todo aquello que se quiere describir en un par de imágenes precisas, eso que se conoce como pinceladas; poseer una voz lírica de una capacidad apelativa dentro de la prosa que dicte la enormidad de lo que se relata: una imagen que sea música, canto, fotografía, radiografía y estado de tiempo e informe psicológico a la vez. Difícil es narrar con menos, así se escriban mil páginas o treinta.

El autor de Mediocre se perfila en lo que podríamos catalogar como narrador del relato breve, cuento corto e incluso microrrelato de lo fantástico. No busca el debraye ni la descripción elongada más allá de la inmediatez de sus imágenes. En cada uno de sus relatos observamos una búsqueda por ponerle imágenes a la realidad, productos de la imaginación, viajes astrales o tardes y noches lisérgicas y canábicas o, más trágico, de la vorágine del tedio diario en pleno impulso de lo fantástico, que no se desprende de lo real sino que logra, precisamente, dictar un orden interno, propio, que, como borbotones de colores, nos narran historias que, precisamente, nos rearman la realidad.

En la vida hay una búsqueda por definir o ser definidos, catalogados, nombrados más allá de la broza brisa de la vida, que al final no es más que una necesidad etérea, una búsqueda por ser novedoso, original, pero al final todo es fracaso y, esa búsqueda, sin dejar de ser necesaria, nos arroja a la mediocridad, no por incapaces sino por la imposibilidad de lograr la satisfacción plena y trascendental. Estos cuentos buscan una ruptura, encajarse en las rendijas aún palpitantes del juego de lo real.

Hay varias imágenes fuertes que no dejan impasible al lector. En “El zopilote”, la sombra, que sobresale entre las demás sombras cotidianas, recorre todo el relato con su sino de muerte, cuyo “abrazo nos arrulla en la sala”. La pérdida y la muerte son sombras conocidas y temidas, que poco a poco eclipsan hasta a las palabras. Una imagen similar es la de “Vegetal”, donde hay “paredes derruidas por el comején y el oficio del polvo”, un hastío ceniza y carbón, donde podemos percibir todo el polvo y aserrín que se agolpa y levanta entre el personaje y su abuelo que se convierte el árbol. También hay un desfile de amores y desamores, como en “Esther”, donde la soledad o el abandono no son el premio buscado, pero son la meta esperada por la extraña enfermedad de ella de desaparecer: “Nunca me ha asustado la soledad, mucho menos la del espejo”; o en “Celsius de vacaciones”, donde el fuego, la llama incandescente del amor, nos llena de esta imagen del fuego para describirnos el sentimiento indescriptible, no por eso imposible de narrar y emular, del amor y la pasión.

Por su puesto que no todo es desolación, también hay juego, como en “Lenguaje mi amor”, una apología al hambre de leer y escribir, emulando la imagen de un romance prohibido entre un lector y una palabra cualquiera, quizá escatológica o criminal, pero a la que no puede evitar volver y volver, y esperar, como esos fuegos que no se extinguen en las tormentas de todas la bibliotecas.

Mediocre dicta un espíritu juguetón, juvenil, pero nada ingenuo, que carga lecturas, pérdidas, amores, rupturas, derrumbes y evoluciones, la vida pues. Esta vida envuelta en las imposiciones inmediatas del capitalismo voraz, donde a veces parece no haber cabida para lo fantástico, e incluso lo fantasioso. Y todo parece arrojado a la marisma de un tiempo infectado por la desidia, la melancolía, la insatisfacción y la impotencia de la inmediatez y la velocidad absurda de lo que se supone es la vida productiva.

Quizá no hay peor combustible para la mediocridad que la aceptación o la resignación ante el hastío. No hay que confundir mediocridad con el fuego que titila atrapado en la vorágine de lo real, del mundo y sus reglas capitalistas, donde incluso con las metáforas escudos, muy pocos fuegos pueden lograr una gran explosión. Por el gozo de su lectura breve, pero agitada en sus alcances líricos y anecdóticos, Mediocre es una primicia válida de una promesa literaria que se va cumpliendo.

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