Cultura

De Rashomon a Animas Trujano

Pedro de la Hoz

Cuando Toshiro Mifune se apeó como el zapoteco tarambana que pretendía ser investido para un cargo simbólico en una comunidad oaxaqueña, dio pie a uno de los más increíbles giros de la cinematografía mexicana.

Ismael Rodríguez, autor de filmes emblemáticos de la llamada edad de oro de la pantalla nacional, como Los tres García (1946) y Nosotros los pobres (1947), había sido convencido por Juan Rulfo acerca de lo interesante que sería adaptar La mayordomía, novela de Rogelio Barriga Rivas, que respondía al canon de la corriente indigenista.

El propio Barriga colaboró en la primera versión del guion, mas no vio finalizado el proyecto, pues falleció antes de la conclusión del filme. Al leer la novela, Rodríguez tuvo en mente hallar a alguien tan capaz como Pedro Infante, desaparecido casi un lustro antes, y entonces vio El hombre del carrito, de Hiroshi Inagaki, galardonada en 1958 con el León de Oro en Venecia, y se dijo que el japonés que interpretaba a Matsu, el áspero conductor de la típica calesa nipona que a poco develaba una fibra humana de notable intensidad, era el indicado para encabezar el elenco de la película que pensaba filmar, Animas Trujano, e hizo lo posible y lo imposible para enrolar al actor, que ya figuraba como el más respetado y reconocido de su país en Occidente.

Hasta Japón se trasladó Rodríguez y convenció a los directivos de la compañía Toho de ceder a Mifune en préstamo. El actor estaba encantado de incursionar en una zona inédita en su vida profesional. Aprendió los parlamentos en español, pero lo hablaba con tal acento que Rodríguez pactó con su coterráneo Narciso Busquets el doblaje. Este dijo al director: “Es mi voz pero en japonés”. Tan semejante timbre y entonación los igualaba.

De la filmación en mayo de 1961, Fernando Mino recogió el testimonio de Beatriz Robles, entonces una joven de 23 años que tiró fotos del rodaje en Tlacolula de Matamoros: “La comunidad se volcó en multitudes para ver a sus estrellas. El más asediado fue, sin duda, Antonio Aguilar, pero también llamaron la atención de los curiosos Columba Domínguez, Flor Silvestre y el japonés de amable sonrisa, nada menos que Toshiro Mifune, el actor predilecto del director Akira Kurosawa, quien aceptaba gustoso tomarse fotos con los vecinos”.

Animas Trujano clasificó entre las nominadas el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa en 1962 y se alzó con un Globo de Oro, en tanto Mifune mereció el Blue Ribbon de la crítica japonesa a la actuación masculina de ese año.

Este primer día de abril de 2020 marca el centenario del nacimiento de Mifune, por cierto en una ciudad china donde su padre poseía un negocio en aquella época. Nadie como él encarnó con tanta pasión, fidelidad y probados recursos histriónicos la figura del samurái. De las 150 películas en las que intervino, la mayoría como protagonista, el papel de espadachín guerrero no sólo resultó recurrente en su carrera, sino aportó a sus personajes características singulares.

Si alguien inclinó a Mifune a abrazar el mito del samurái, ese fue Kurosawa. El joven actor había debutado en 1947 en El rastro en la nieve, de Senkichi Tanagushi, cuando encontró un año después al maestro; con él rodó cuatro películas consecutivas –El ángel ebrio, en plan de gánster enfermo; Duelo silencioso, representando a un médico; El perro rabioso, puro cine policial; y Escándalo, crítica a la prensa amarilla–, hasta desembocar en Rashomon (1950), la célebre versión de dos cuentos del portentoso narrador Ryunosuke Akutagawa.

Cierto que después de esta última experiencia, y tras haberse puesto nuevamente a las órdenes de Kurosawa en su versión de El idiota, de Dostoievski, Mifune recibió su primer papel como samurái en Duelo en la isla Ganryu, de Hiroshi Inagaki –también la vez primera que se metió bajo la piel de Musashi Miyamoto, legendario guerrero del siglo XVII–, pero sin lugar a duda Los siete samuráis (1954), de nuevo con Kurosawa, una de sus obras maestras, consagró a Mifune.

Su Kikuchiyo, estrafalario campesino que termina creyéndose samurái junto a los otros seis que deciden jugarse la vida en defensa de una comunidad de aldeanos explotados e indefensos, ha quedado como una lección magistral de actuación.

Los registros de Mifune al lado de Kurosawa, sable en mano en la era feudal, alcanzaron notable altura en la pantalla; entre los más recordados Sanjuro, La fortaleza escondida, Yojimbo y la extraordinaria Trono de sangre, recreación nipona de la trágica Macbeth, de Shakespeare. La química entre el director y el actor –rota por desencuentros personales en 1965 luego del estreno de Barbarroja– saltó a la vista en filmes con temáticas diversas, como el muy bien recordado Los malos duermen bien, que causó furor.

En 1982, mucho después de haberse distanciado, Kurosawa reconoció al actor con estas palabras: “Mifune tenía un tipo de talento que nunca antes había encontrado en el mundo del cine japonés. Fue, sobre todo, la velocidad con la que se expresó lo que fue asombroso. El actor japonés común podría necesitar diez pies de película para transmitir una impresión; Mifune solo necesitaba tres. Expuso todo de manera directa y audaz, y su sentido del tiempo fue el más agudo que había visto en un actor japonés. Pero también tenía una sensibilidad sorprendentemente fina”.