Conrado Roche Reyes
La relación entre hermanos suele tener una influencia enorme en la vida de los seres humanos. Cuando somos pequeños nos relacionamos de una manera genuina unos con otros. Los hermanos a menudo ofrecen la primera y, probablemente, la más intensa relación de un niño o una niña con un igual. Además de tener en común los genes, la clase social, la raza, la cultura, la generación…, comparten las experiencias familiares y los acontecimientos de la vida. Todos recordamos aquellas experiencias de niños, cuando jugábamos en la casa, en la escuela, en el parque.
A los hermanos nos une el hecho de compartir los juguetes, la ropa, el cuarto, el baño, los espacios íntimos, los recuerdos. Todo ello va a hacernos establecer fuertes alianzas, sólidos lazos afectivos. Normalmente, los hermanos van a recibir la misma educación, los mismos valores intergeneracionales, que van conformando la propia identidad como nieto/a de, hijo/a de, del barrio de, alumno/a de… y todo esto va formando los lazos de identidad como familia.
Esta relación es más importante de lo que podríamos pensar. Sin embargo, lo maravilloso del asunto es precisamente el hecho de que estos lazos los formamos sin darnos cuenta, nada es a fuerza ni por obligación, no es sino al paso de los años que vamos haciendo conciencia de la importancia de este vínculo. En la infancia, los hermanos son una fuente constante de compañía mutua. Lo característico de las interacciones entre hermanas y hermanos pequeños son las expresiones intensas y desinhibidas de amor, afecto, lealtad, hostilidad, odio y resentimiento. Pleitos cotidianos y sin importancia que en muchas ocasiones se convierten en una relación amor-odio, pero que en los momentos en los que nos necesitábamos ahí estábamos para apoyar e, incluso, defendernos. Los niños con hermanos aprenden pronto a resolver los conflictos que se generan en la cotidianidad del día a día, aprenden a negociar, a ceder, a posponer sus necesidades a favor de las de los demás y, por tanto, a ser más generosos y ser capaces de ponerse en el lugar del otro y comprender lo que necesita.
Cuántos recuerdos podremos guardar en nuestra memoria, y en la mayoría estarán ahí presentes nuestros hermanos. Conforme uno va creciendo y con las actividades propias de la vida adulta, esta relación en muchas ocasiones se va volviendo más distante de manera física. Y es que sucede que cuando se llega a la vejez o tercera edad, es cuando de nuevo vuelve a resurgir esta necesidad de cercanía con los seres queridos, y es cuando las remembranzas forman parte de las charlas y los recuerdos; nunca faltará el “¿te acuerdas cuando éramos chicos y…?”, la nostalgia invadirá nuestras memorias y más de uno derramará una lágrima. Cuando tenemos la dicha de vivir la experiencia de la hermandad dentro de casa, luego podemos trasladarla a los demás vínculos humanos y sentir que casi cualquier persona puede constituirse en un hermano del alma. Y si es nuestro hermano del alma, no dudaremos en dar la vida por él.
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