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Cultura

Unicornio Por Esto: Alma marinera

La Marina es una de las instituciones con más tradición en el mundo, y sus integrantes se nutren de un cúmulo de experiencias al surcar los mares. Muchos, al desembarcar de sus años de servicio, emprenden nuevas travesías, a veces navegando en las letras. Con motivo del Día de la Armada de México, que se conmemora hoy, presentamos algunos trabajos literarios de tres marinos en situación de retiro, que anclaron en Yucatán después de prestar por décadas sus servicios ¡en el mar, en la tierra y en el aire!

"Siempre soñé con ser marino y dedicar mi vida al mar. El tiempo pasó  y al cumplir la mayoría de edad ese sueño de niño se hizo realidad".
"Siempre soñé con ser marino y dedicar mi vida al mar. El tiempo pasó y al cumplir la mayoría de edad ese sueño de niño se hizo realidad". / Especial

Nací cerca del mar, desde niño me gustaba ir a la playa y sentarme a observar y sentir sobre mis pies descalzos el vaivén de las olas del mar. También me gustaba mirar hacia el muelle y ver cómo unos barcos llegaban y otros salían hacia el mar; de los barcos bajaban unos hombres fuertes y rudos; otros, vestidos de blanco que caminaban por el muelle luciendo gallardamente su uniforme, y yo ahí sentado mirando al horizonte me preguntaba qué habrá más allá mar adentro donde mis ojos no alcanzan a mirar; pues todos estos hombres regresan felices y contentos después de tantos días en el mar.

Siempre soñé con ser marino y dedicar mi vida al mar. El tiempo pasó y al cumplir la mayoría de edad ese sueño de niño se hizo realidad y al fin me embarqué en un viejo bajel blanco para salir a navegar, y así mi alma marinera al fin conoció la vida en el mar, cumpliendo también mi ilusión de pertenecer a esa estirpe gloriosa de hombres de mar que surcan todos los mares navegando sin descansar.

La tripulación del viejo bajel se preparaba para la travesía adquiriendo víveres, cargando combustible con singular atención para evitar derrames al mar y contaminación, se revisaron las máquinas, se repararon y alistaron las artes de pesca para que cumplieran con lo estipulado en las leyes, para que al pase de revista por el recinto portuario no se presentara problema alguno que nuestro zarpe retrasara. Al fin la revista terminó y el viejo bajel del puerto zarpó navegando mar adentro, cumpliéndose así aquella añeja ilusión de conocer qué hay más allá del horizonte que de niño desde la playa alcanzaba a observar.

Navegamos varios días en un mar tranquilo, el cual nos permitió contemplar su belleza e inmensidad; ante esta tranquilidad que el mar me ofrecía, en mi mente reflexionaba qué pequeño es el hombre ante tal majestuosidad, pues los misterios que el mar encierra no los conoce nadie allá desde la tierra; tienes que navegar para conocer realmente el mar.

De pronto, una orden por el altavoz con mis pensamientos terminó, el capitán del viejo bajel con voz fuerte ordenaba que todos abandonáramos de inmediato la cubierta y nos pusiéramos a resguardo porque una fuerte tormenta se aproximaba. Todos procedimos de inmediato a cumplir la orden aligerando la maniobra, afianzando bien las artes de pesca y procedimos a ponernos a salvo, pero en ese instante un accidente ocurrió, ya que un marinero bisoño resbaló perdiendo el equilibrio y al mar se cayó; en ese instante un grito desgarrador se escuchó: ¡hombre al agua! Otro compañero gritó, todos de inmediato regresamos a cubierta para al marinero auxiliar, primero se lanzaron bengalas para el lugar señalar, el capitán ordenó parar máquinas dando la ciaboga para al marinero rescatar, lanzamos cabos y salvavidas para que el compañero en el agua de ellos se pudiera sujetar, la maniobra fue exitosa y la realizamos en equipo y en poco tiempo lo pudimos rescatar.

Después del accidente y ya estando más tranquilo reflexioné en lo sucedido y fue en ese instante cuando comprendí por qué existe tanta hermandad entre los hombres de mar, ya que todos, sin pensarlo, se vuelven uno solo ante cualquier adversidad. La tormenta nos sorprendió, la furia de las olas del mar con mucha fuerza las amuras del viejo bajel golpearon, la intensidad de los vientos nuestras velas rasgó, pero  el avezado timonel del viejo bajel el mal tiempo capoteó y manteniendo el rumbo firme la tormenta atravesó.

Los hombres de mar enfrentan duras batallas a mar abierto y luchan permanentemente contra las inclemencias del tiempo, sufren y lloran en las cubiertas de sus buques, pero cuando lloran lo hacen contra el viento para que sus lágrimas se confundan con la brisa del mar que bate en su rostro. También platican con las estrellas, son sus mejores confidentes; los marinos esconden sus pesares allá donde el cielo se confunde con el mar. En esta ocasión la fortuna estuvo de nuestro lado, salimos ilesos y el dios Neptuno nos permitió continuar nuestra travesía, y como dice el viejo refrán, después de la tempestad vino la calma, los vientos amainaron y la lluvia se fue, las nubes negras desaparecieron, el cielo se limpió y nuevamente en el cenit el Sol volvió aparecer con toda su intensidad.

La mar está tranquila, por el altavoz comunicó el capitán que todos regresáramos a nuestras faenas, procediendo todos con entusiasmo a preparar las artes para la pesca, deseando que hoy el mar nos regale una buena captura. Tengan mucho cuidado al tirar las redes para pescar, ordenó el capitán, no pierdan de vista que la fauna en el mar tenemos que conservar, ya que la pesca ilegal es un delito que tenemos que evitar, y siendo el mar la fuente de nuestro sustento lo tenemos que cuidar. El día fue excelente, ya que la pesca abundante resultó y el viejo bajel pronto sus bodegas llenó y con mucha alegría hacia el puerto su rumbo trazó.

Ya entrada la noche la luz del faro los guio, “han regresado a puerto seguro”, la gente contenta exclamó, pues sabían de la tormenta que en el mar los sorprendió. El viejo bajel en el muelle atracó, la revista de la aduana marítima con éxito pasó, ya que la pesca que traía toda legal resultó; los marinos llegaron con bien a casa y la familia contenta estará, aunque sea por poco tiempo, ya que en unos días el marino volverá a navegar porque su alma marinera así se lo exige.

El tiempo pasó, la vida siguió su curso y después de tantos años y muchas millas navegadas, las cuales se veían reflejadas  en su tez morena, la cara arrugada y el ceño fruncido; así como la piel curtida por el Sol, al marino le llegó el tiempo de retirase de la vida marinera; sus travesías, anécdotas y experiencias vividas en la mar quedaron en el recuerdo.

Hoy, ya que el tiempo su pelo de blanco tiñó, el cual se asemeja  a la espuma de las olas del mar, nuevamente regresa el viejo marino a la playa para el mar contemplar, pero ahora ya no observa solo el vaivén de las olas del mar, le acompaña un pequeño niño, su nieto, que sentado junto a él, atento escucha todo lo que el viejo lobo de mar le está contando, de sus vivencias en el mar y, sin proponérselo, el alma marinera de su nieto está alimentando, porque así nace el amor por la vida marinera, llega sin pensarlo y cuando menos se lo espera. De pronto el niño se levanta y mirando a los ojos del viejo lobo de mar le pregunta: “¿Abuelo, por qué mi papá siempre viste de blanco y se ausenta muchos días del hogar?

El viejo lobo de mar, con voz clara y firme responde: “Tu papá viste con orgullo su uniforme naval”, y señalando hacia el muelle le pregunta al niño: “¿Observas aquellos barcos pintados de color gris, que tienen en lo alto la bandera nacional?” “Sí”, responde el niño con singular alegría. “En uno de esos barcos, tu papá está navegando, porque él desde el mar nuestra patria está cuidando. Abuelo nuevamente preguntó el niño, ¿cuándo crezca yo también podré ser hombre de mar? Respondió orgulloso el viejo lobo de mar: “¡Claro que sí, mi nieto, tu sueño se hará realidad y algún día no muy lejano también saldrás a navegar, porque nosotros, en lugar de sangre en las venas tenemos agua de mar!”.

Vicealmirante I.M. DEM. Ret. Genaro Watla Silva

Ganador del Primer Lugar en Yucatán del Concurso Nacional Literario  “Memorias de el Viejo y la Mar” 2022 organizado por la Secretaría de Marina.

La isla virgen

Daniel Antonio Uicab Alonzo

Cuando Camilo Murillo regresó del último viaje de la temporada de pesca de camarón al puerto de Yavaros, sus familiares lo notaron cambiado. Casi no hablaba. “Si de por sí era medio callado, regresó pior del viaje”, comentaba Ernestina, su madre, sabedora de que uno se enamora del mar o lo odia. “Depende cómo te vaya, mijo”, decía con esa sabiduría omnisciente que tienen las madres. Sus hermanos la tranquilizaban: “al rato se le pasa, amá, ya sabe cómo es el Camilo”.

Pero no, no se le pasaba. Transcurrían los días y las semanas, desde que comenzó la veda de dos meses del camarón y Camilo no mejoraba. Iba al muelle a apoyar con los trabajos de los barcos para dejarlos listos para el próximo viaje, la sardina, y regresaba taciturno, más que de costumbre. Ya poco se reunía con los amigos en el billar o a echar batazos en el campo de beisbol; dejó de rondar un tiempo a la Meche, hija del patrón del barco, a la que andaba procurando. Por la tarde-noche salía solo rumbo a la playa a escudriñar el horizonte, a veces desde el estero, como buscando algo.

—Pos qué te pasa mijo —le preguntaba Rodrigo, su padre.

—Nada, pues. Son cosas mías, apá.

—¿Te castigó el Nemesio cuando andaban en la labor, o alguna fulana te movió el tapete más que la Meche? A tu mamá le preocupas, y a mí también.

—No es nada apá, de veras, estense tranquilos, es que… ya luego se me pasa.

Pero no, no se le pasaba. El mutismo de Camilo persistía. Despertaba por las noches, se sentaba en el catre y transcurrían minutos u horas hasta que lograba volver a conciliar el sueño. En ese sueño-pesadilla recurrente, un catamarán o yate (no lo distingue bien) fondea a media milla de punta norte de la isla virgen, atraído por las playas tranquilas, limpias, y su blanquísima arena que hasta refleja el Sol. Bajan en una balsa dos parejas, una con un bebé que apenas camina, también llevan nevera y víveres. Están en la playa un par de horas, juguetean en la blanquísima arena, se meten al mar, comen, beben, fuman…

Una noche, al regresar de su paseo por la playa encontró a su padre (ya retirado de la pesca –por la edad, que ahora sólo trabajaba en la empacadora–), quien le esperaba en su desvencijada mecedora en el pórtico de la casa. Supo entonces que no podría evadir más preguntas, pero no estaba seguro de tener respuestas.

—A ver, Camilo, si no tienes confianza en tu padre para contarle tus problemas, ¿con quién más, mijo?

—Ta bien, apá. Sólo que no sé qué puedo hacer, ojalá me ayude porque por más vueltas que le doy al asunto no hallo una solución a lo que me trae con esta preocupación. A lo mejor exagero, pero ahí usted dirá. Le voy a contar:

Cuando fuimos al cuarto viaje pal camarón, el Nemesio le dio con el barco pa’rriba, hacia el norte, y en cuatro días llenamos la bodega del Mercedes II, había buena mar y se prestó para cumplir con la cuota. Ya sabe que el Nemesio es ley, no usa el arrastre, sólo las redes derechas, y pues nos fue bien. Al quinto día nos dio chance de bajar a la isla de los seris. Una vez le comenté que quería conocerla y usted me dijo que era bonita, virgen. Pues ese día se me hizo. Bajamos Mario, Víctor y yo en el alijo, en el lado norte que da al Pacífico. Tenía razón. Es la playa más bonita que he visto, abierta a la inmensidad del mar, las palmeras, de tan cargadas, casi arrastraban sus cocos en la arena, había harta uva silvestre, gaviotas y aves que nunca había visto, también un pequeño aguaje. Ahí estuvimos explorando un poco los tres, caminamos en la arena muy fina y luego nos metimos al mar azulado y transparente. Dos horas después, cuando íbamos de regreso al barco, vi algo que me ha dejado turbado desde entonces. Casi cada noche sueño que un catamarán o yate (no lo distingo bien) fondea a media milla de punta norte de la isla virgen, atraído por las playas tranquilas, limpias, y su blanquísima arena que hasta refleja el Sol. Bajan en una balsa dos parejas, una con un bebé que apenas camina, también llevan nevera y víveres. Están en la playa un par de horas, juguetean en la blanquísima arena, se meten al mar, comen, beben, fuman… y dejan su basura.

No vi a esa gente, apá, no sé quiénes ni cuántos eran, sólo lo imagino y sueño porque ese día encontramos varias bolsas de plástico, latas vacías de refrescos y cerveza, colillas de cigarros, platos y vasos desechables y hasta un pañal.  Me dio mucho coraje. Esa gente que bajó a la isla, de seguro billetuda, que llegó en algún yate o velero, conoció ese maravilloso lugar, pero dejó su huella, su basura, ahí, en esa playa tan bonita de la isla virgen. Nada les costaba levantarla en una bolsa y llevarla a puerto, pero no, no les importó que llegara al mar y pudieran tragársela gaviotas, peces, tortugas, delfines, mantas, qué sé yo. Así cómo vamos a procurar que nuestras playas estén limpias, que las especies se reproduzcan y podamos realizar nuestra labor.

—Pues sí está mal, mijo, pero qué podemos hacer, si las autoridades no pueden ni con los guateros y los furtivos del camarón. Por eso nosotros cuidamos el estero aquí en Yavaros, porque de eso vivimos.

—Lo sé, apá, por eso he decidido que voy a dejar la cooperativa y el barco de Nemesio y me voy a la forestal a pedir que me manden a la isla virgen a cuidar esas playas y evitar que llegue la contaminación.

—Pos ahí tú sabes, Camilo, pero solo no puedes.

—Lo sé, pero ya averigüé que están cuidando algunas áreas con los marinos navales, yo quiero apoyar, pero moverme libre, y también convencer a los naturales, a los seris, que nos ayuden a conservar ese lugar, que dicen es de ellos, porque también obtienen los frutos del mar y la madera para sus artesanías que venden a los turistas que ellos mismos pasean alrededor de la isla o que visitan Bahía Kino.

Rodrigo recordó esta charla que tuvo hacía unos diez años, una mañana primaveral en que su hijo, Camilo, ya como forestal, invitó a toda la familia a un evento en el Canal del Infiernillo, para cruzar de Punta Chueca a la isla –ahora una reserva ecológica, hábitat de borrego cimarrón, venado bura y otras especies endémicas– donde sería orador.

Quiero agradecer –comenzó diciendo Camilo–, primero a mis padres, por enseñarme a amar y respetar al mar, porque de él vivimos y nos ha dado trabajo; a los seris, por permitir que me integre a su comunidad para ayudar a conservar Isla Tiburón y sus recursos, y uno de los acuerdos que han tomado es que, ahora, las bonitas figuras que elaboran con palo fierro no medirán más de veinte centímetros, esto para aprovechar mejor los cincuenta árboles que se talen por año, a cambio de sembrar el doble; a las autoridades, por declarar este bello lugar una reserva natural. Y no sé si debo agradecer también a esa gente que hace algunos años llegó en su catamarán o yate a las playas vírgenes de la isla y dejó su “huella”, porque de no haberlo visto, no hubiera entendido lo que una pequeña basura puede afectar a la naturaleza, pero también, que un grano de ayuda puede hacer que los océanos y nuestras islas se conserven y nos sigan dando vida.

***

Este relato nos lo refirió Rodrigo, su padre, por ahí de 1978, en Yavaros,  y nos lo detalló Camilo un par de meses después cuando, estando de servicio en la Armada, acompañé al segundo comandante de la Compañía de Infantería de Marina, de base en Guaymas, Sonora, a inspeccionar las partidas de Punta Chueca, Tormenta, Las Cruces y El Tecomate (una en cada punto cardinal de la isla), integradas entonces por grupos de cinco u ocho marinos, que eran relevados cada mes de Isla Tiburón, la más grande del país, en el Golfo de California.

Esa noche que pernoctamos en la cabaña de los forestales, en el centro de la despoblada isla, Camilo nos desgranó su relato, salpicado de anécdotas de su infancia, como cuando su padre le enseñaba a pescar en el estero de Yavaros con una pequeña atarraya que le tejió con desperdicios de hilo de chinchorros; o cuando un marino le dijo que lo conoció en Guaymas, pero él nunca había salido de su pueblo pesquero, pues comenzó a embarcarse a la pesca del camarón como a los 13 años. Creo que Camilo, quien parecía un amable vaquero del Oeste, tenía medido el relato, pues nos mantuvo expectantes mientras bebíamos café en torno a una fogata, hasta que los dos focos de afuera y los dos de adentro de la cabaña se apagaron al agotarse la gasolina de la plantita de energía, que duraba exactamente hasta la medianoche.

Recuerdo que dormí plácidamente en medio del silencio en esa isla virgen, que siguió siéndolo gracias al granito de arena de este hombre, pescador de Yavaros, que aprendió de sus padres a amar y respetar a la naturaleza, al mar, que les prodiga sustento y que generoso les retribuye sus frutos.

Teniente de Corbeta  SAIN.Ofta. (R) Daniel A. Uicab Alonzo

Cuento ganador del Primer Lugar en Yucatán del XVI Concurso Nacional Literario  “Memorias de el Viejo y la Mar” 2024 organizado por la Secretaría de Marina. Reconocimiento entregado en mayo del 2024 en el Cuartel General de la Armada, CDMX.

Poemas de un marino

José Luis R. Méndez González

La jura del marino

Joven marino aún sería

cuando en emotivo evento

 a la Bandera juraría,

que si llegase el momento

de enfrentar con valentía

 a quien con hecho violento

 la Patria mancillaría,

dando así en ofrecimiento

 su vida en garantía,

luchando hasta su último aliento

 aun si la vida perdía.

Fue con el paso del tiempo

que con su convicción crecía,

mas no fue en combate cruento

que la ocasión llegaría,

sino cuando este elemento,

en pandemia que ocurría,

con trato noble y atento

en apoyo a la ciudadanía

dando seguridad, medicinas y alimento

del virus se contagiaría.

Muy triste se oía el lamento

de los seres que él quería,

al saber del cruel tormento

que aquel guerrero sufría,

mas, ahí en el pensamiento

de su mente en agonía

no sentía arrepentimiento

pues sirviendo a México moría

cumpliendo aquel juramento

que un lejano abril haría.

Por ella morir pedía

Un amigo marino yo tenía,

por bueno se le conocía;

que era honesto leal y atento,

por tanto, un buen elemento

que el mando lo reconocía;

pero la verdad nadie sabía:

que su vida era un tormento

que cada día iba en aumento.

La pena que él traía

me confió; mas no debía

divulgar su sufrimiento,

que me pidió en juramento.

Todo inició cuando un día,

al fin de una travesía

a su hogar iba contento,

pero al entrar a su aposento

su esposa que tanto quería

y siempre feliz lo recibía,

por un mal padecimiento

exhaló su último aliento;

pero antes, aún en agonía,

sonriendo ella le decía:

me iría triste, no te miento,

mas sé que tu pensamiento

jamás mi amor borraría,

y muero con alegría;

y en su último momento

de besarlo hizo el intento,

mas ya no lo lograría

pues su cuerpo quedaría

sin vida y sin movimiento.

Tan triste acontecimiento

marcado lo dejaría

y el dolor que él sufría

aunado a su desaliento

lo llevó al discernimiento

que si a su amada no veía

él la muerte prefería.

Me dijo un día: te comento,

no quiero vivir, lo siento,

se dirá que es cobardía

o quizá que es herejía,

y sin querer ser irredento

pienso y no me arrepiento,

que si yo me moriría

a mi amada me uniría,

sería ese ansiado acercamiento

como de un final de cuento.

Después, él no más hablaría,

una lágrima vertía,

su respirar que se hizo lento

fue del dolor complemento.

Lo que el marino pedía,

tal parece una ironía:

pedir su fallecimiento

poniendo como argumento

que ya muerto él tendría

lo que en vida no podía,

y ese razonamiento

de cuestionable sustento

no sé si la muerte lo oiría

y tal vez lo comprendía

cuando expresó su lamento,

y por eso a su pedimento,

por su amor lo redimía

y morir le concedía.

Vicealmirante IM.DEM. Ret.

José Luis R. Méndez González