Esta historia mezcla hechos reales y fantásticos que se entrelazan y ponen de manifiesto que creer (o no) en lo que sucede después de la muerte puede conducir a desenlaces que aún guardan un enigma.
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Sólo quienes vivieron lo acontecido señalaron que en X-Cocmil, aldea conurbada con Chikindzonot, aún se puede revivir lo sucedido. Como suele hacer la gente de los pueblos mayas surorientales, para recibir a quienes vienen por los caminos polvorientos llenos de olor a incienso y aroma de xpujuk, se levantan, colocan flores y panes en los altares, creando un ambiente revelador de quiénes somos y de lo que fuimos.
En ese pueblito, como en otros cercanos, resonaban los cánticos de los novenarios, mientras doña Juana Moo Dzul le decía discretamente a su hermana: “Me voy a Chikindzonot y te encargo a la niña; sigue dormida. Por favor cuídala, no la dejes salir. No creo tardar mucho”.
Eran alrededor de las 6:00 horas. El frío matutino de noviembre aún se sentía. Para llegar a Chikindzonot había que recorrer una vereda rodeada de adustos árboles, poco más de un kilómetro de distancia. Para esas fechas, cuentan los abuelos, las almas caminan entre los árboles, se escabullen entre los vivos y sólo la brisa delata su presencia.
Modesto, padre de la pequeña de cuatro años, salió a atender unos pendientes, dejando a la menor sola en la casita de paja, mientras la tía Flora se ocupaba de los quehaceres de la mañana, alistando el bankúunsaj (ofrenda) del mediodía. Pasaron varios minutos y la tía llamó varias veces a la niña sin obtener respuesta.
Pensando que seguía dormida, dejó pasar otro rato; pero los bajareques parecían anunciar la ausencia de la menor cuando, entre ellos, comenzó a salir humo del mantel que empezaba a fundirse por el calor de las velas. La mujer se asomó a la casa y notó la hamaca colgada, con la cobija casi tocando el piso de tierra.
Aturdida, salió a la puerta, el rebozo cruzado en los hombros, mirando por todas partes y gritando el nombre de la pequeña con desesperación. Sus ojos destilaron lágrimas, mientras un perro de la esquina movía la cola hacia la nada. Fue entonces cuando supo que la niña se había extraviado.
La noticia corrió rápido y la gente comenzó a buscar en los montes aledaños, sin éxito. Así pasaron todo el día y la noche en vigilia, pero nada. A la mañana siguiente, Modesto acudió con un j´men, quien le pidió no vociferar porque la menor era cuidada por su Aj-canul (ángeles guardianes del monte).
“Está sin rasguños y sin picaduras de insectos, pero no insulten”, advirtieron. Pero el padre, incrédulo, maldijo a los cuidadores del monte.
Al anochecer, la madre buscó a otro j´men, quien le dijo: “Han ofendido a los Aj-canules de la niña. Veo que la han dejado sola; su vida corre peligro. Quizá aparezca mañana, pero no les aseguro nada”.
La incertidumbre se apoderó de la familia y la noche se hizo eterna. Al rayar el alba, un hombre de mirada serena pero semblante triste susurró: “Se fue la niña… la llevaron. Encontramos sus huesos. Cerca estaban sus zapatos y su hipilito”.
Cerca del Centro, por el atrio de la iglesia, el cura elevaba ya las primeras oraciones por el eterno descanso de la menor, quien en un descuido salió y fue llevada por los pixanes. La incredulidad del padre ante los Aj-canules tuvo un final fatal, que el pueblo aún recuerda.
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Los ancianos dicen que, para evitar que los niños sean llevados por los espíritus que transitan en estas fechas, es necesario colocarles un hilo negro en las muñecas, como distintivo de que caminan entre los vivos.
Los muertos cruzan sin dejar huellas, y cuando el viento de los montes sopla más fresco de lo normal, acompañado de aroma a copal, indica la presencia de los espíritus.
Eso no es fantasía. Es la memoria de los pueblos, contada por los abuelos como testigos, cuyos relatos confirman la verdad misteriosa que envuelven nuestras creencias en estas tierras del Mayab.