
“Yo vine a este mundo a ser creador, a ser artista”, dice Sebastián. La frase invade la sala principal de la Fundación que lleva su nombre, sale espontánea, sin solemnidad, casi como quien hace una confesión íntima. Pero basta mirar alrededor para entender que Enrique Carbajal González, conocido universalmente como Sebastián, cumplió esa sentencia con una obra que hoy forma parte del paisaje de México y del mundo.
Nacido en Chihuahua en 1947, Sebastián ha levantado con acero y pintura un lenguaje escultórico propio: 278 obras monumentales distribuidas en los cinco continentes. Desde el emblemático Caballito, ubicado en Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, hasta el Quijote de Alcalá de Henares, en España, sus piezas se han convertido en símbolos urbanos y parte inseparable de la vida de millones de personas que las habitan sin darse cuenta.
El origen de un nombre
Cuando se le pregunta por qué eligió firmar sus obras como Sebastián, responde con una anécdota entre el humor y la revelación. “Sebastián es un pseudónimo. Mi nombre es Enrique Carbajal González. Llegué a San Carlos a los 16 años y sin nada, y un día me quedé dormido en clase. El maestro aprovechó para dar una lección de anatomía usando al San Sebastián de Botticelli. Yo estaba flaco, demacrado… los compañeros se rieron y me empezaron a llamar San Sebastián”, cuenta en entrevista.
Al principio tal reacción de sus compañeros la tomó como burla, pero luego las coincidencias se acumularon: Carlos Pellicer le dijo que parecía un San Sebastián de cuadro renacentista; más tarde, una crítica de arte lo describió como “un joven mexicano semejante a un San Sebastián de Mantegna”. Entonces entendió que el nombre lo perseguía. “Decidí adoptarlo como mi firma artística. Lo registré como marca, porque yo sabía que esto era mercadotecnia: si iba a hacer obra, tenía que proyectarla. Y así nació Sebastián escultor.”
El Caballito y la polémica necesaria
En el corazón de la Ciudad de México, el Caballito amarillo de Sebastián se alza como una de las esculturas públicas más polémicas y al mismo tiempo más queridas. “Al principio no les gustaba y no lo querían —recuerda—, pero toda obra que rompe paradigmas provoca rechazo o fascinación. Esa polémica es necesaria para volverse un icono. El Caballito ya pasó por todo eso, y hoy lo es”, reconoce con satisfacción.
En efecto, inaugurado en 1992, el Caballito se ha integrado al paisaje urbano con la misma fuerza simbólica que el Ángel de la Independencia o la Diana Cazadora. Su presencia, luminosa y contundente resume la vocación del escultor mexicano: crear signos colectivos con el lenguaje de la geometría.
Geometría, matemáticas y poesía
El discurso de Sebastián es también un manifiesto artístico. “Las matemáticas y la geometría están unidas, dice y agrega: No hay geometría sin matemáticas ni matemáticas sin geometría. Para mí, la geometría es como las letras de un idioma: con ellas construyo sílabas, palabras y poemas, pero en un lenguaje escultórico.”
Ese alfabeto de acero lo llevó a Japón, donde levantó Tsuru en Kadoma, símbolo de la ciudad, o el Arco Fénix en Sakai. En Tokio creó Variación Migración, instalada en los jardines del Palacio Imperial. “Ahí hice el primer haiku escultórico del mundo —cuenta—. Una garza blanca que mete el pico en el agua, se sostiene en una pata, esconde la otra en el plumaje y bate las alas. Todo dicho en escultura.”
Vocación desde la infancia
Su destino parecía marcado desde niño. “Desde los cinco años empecé a sentir pasión por la pintura, la arquitectura y la escultura. Mi madre me hablaba de griegos, romanos y renacimiento. Ella no era una mujer culta, pero sí informada, y me metió en la cabeza que el arte era algo sublime. Y yo me la creí y aquí me tienen, no dejo de crear”.
A los 16 años Sebastián ingresó a la academia de San Carlos; en 1968, durante el movimiento estudiantil, fue detenido en Tlatelolco y recluido en el Campo Militar. Esa experiencia lo marcó para siempre: “Pensé: si logro salir de aquí, me olvidaré de todo y de todos, y me dedicaré únicamente a lo que vine a este mundo: a ser creador. Y así lo hice.”
Salud y tenacidad
En la Fundación Sebastián, rodeado de esculturas a pequeña escala y pinturas de diversos artistas, confiesa otro episodio decisivo: “A los 14 años fui operado del corazón por un problema en las venas pulmonares. Me abrieron, me voltearon el pulmón, me salvaron. Desde entonces entendí que cada día de vida es un regalo. Y aquí sigo, entero y creando.”
Quizá por eso su disciplina ha sido férrea: trabaja todos los días, a cualquier hora. A veces la madrugada le sorprende dibujando y la luna llena redobla sus esfuerzos. “Soy escultor de tiempo completo. Si estoy dormido y se me ocurre algo, me levanto y voy al estudio. Así he hecho miles de obras.”
Un legado monumental
La lista de esculturas icónicas de Sebastián es interminable: Puerta de la Amistad en Montreal, El Quijote en Alcalá de Henares, El Ángel de Toledo, por mencionar sólo algunas. Cada pieza tiene un peso literal y simbólico: transforma espacios, redefine paisajes y genera identidad.
Hoy, a sus más de siete décadas de vida, Sebastián sigue trabajando con la misma pasión de aquel joven que llegó a la capital mexicana con los bolsillos vacíos, “sin comer ni dormir”. Su obra, sembrada en plazas, universidades y ciudades enteras, es testimonio de una vida dedicada por completo al arte.
“Si naciste para esto, lo haces a todas horas. Yo vine al mundo a ser creador, y eso he hecho”, expresa sin perder la sonrisa y la fuerza de sus gestos que tantas puertas le han abierto.