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Entretenimiento / Virales

'La muerte del ruiseñor” (Reseña en dos tiempos)

Gaspar Gómez Chacón

II y última

Capítulo 15

La fiesta de la canción

Agosto de 1927

Cuando Guty desde su asiento ubicado en la primera fila del Teatro Lírico escuchó el veredicto del jurado, no pudo evitar sentir una punzada de coraje. Se puso de pie, saludó a quienes lo vitoreaban y se encaminó al proscenio a recibir el premio. Segundo lugar. Coño. Cierto, no tenía ninguna posibilidad de ganarle a Tata Nacho, pero por la entusiasta manera en que el público había aplaudido al trío Garnica Ascencio cuando le tocó interpretar Nunca, la clave que él había inscrito a la contienda, por un momento imaginó que los resultados del concurso podrían tomar otro rumbo. Las voces privilegiadas de Julia Garnica y de Ofelia y Blanca Ascencio habían llevado la melodía a un altísimo nivel de interpretación. Y Nunca, justo es decirlo, era superior a la aburrida Menudita de Tata Nacho, ¡tan cargada de diminutivos!, pero que, desgraciadamente, como veía él las cosas, iba a alzarse con el premio mayor en esta Fiesta de la Canción. Ni siquiera sirvió el hecho de que Julia fuera amante de Pepe Campillo, el empresario que organizó el concurso, para inclinar la balanza a su favor. A decir verdad abrigaba la esperanza de que Pepe no fuera capaz de despojar a su novia en turno de las mieles del primer premio.

Tomó su sitio en el lugar que le correspondía y levantó la mano para saludar al público. A su lado, Alfonso Esparza Oteo y Luis Martínez Serrano, ganadores del tercer y cuarto lugares, por Pajarillo barranqueño y ¿Dónde estás corazón?, respectivamente, lo miraron con una mezcla de admiración y envidia. Parecían no dar crédito a lo sucedido: habían sido vencidos por un chamaco de veintidós años, un yucateco advenedizo aparecido de la nada, que, últimamente, estaba en boca de todos los capitalinos. En respuesta, con una sonrisa franca impresa en el rostro, Guty los saludó con un cálido choque de manos y un “no saben cuán orgulloso me siento de compartir el escenario con ustedes”, que los desarmó. Al cabo de unos minutos, en medio de un silencio de sepulcro, el maestro de ceremonias anunció la canción ganadora: Menudita, tal como Guty había previsto.

Tata Nacho, que hasta ese momento había intentado pasar inadvertido en las últimas filas del teatro, se levantó de su silla y subió a hacerle compañía al resto de los vencedores. El primero en saludarlo fue Guty. ¿Para qué hacerse mala sangre? Después de todo, había sido gracias a los consejos de aquel hombre que decidió venir a hacer carrera a la capital. No habían pasado cinco meses desde su llegada a esta ciudad y ya su prestigio iba en ascenso. ¿Cuántos artistas de provincia podían presumir de haber debutado en el Distrito Federal como lo había hecho él, durante la comida del décimo aniversario del Excélsior, el periódico más importante del país? Esa tarde, invitado por Manuel Horta y el mismísimo Tata Nacho, cantó frente a la plana mayor de la política nacional, los directivos del diario y numerosos periodistas de otras empresas editoriales.

A partir de ese evento comenzaron a lloverle invitaciones para participar en revistas musicales y fiestas. Ahora hasta se daba el lujo de aceptar solo aquellas que le parecían más atractivas. Por eso, con todo y la decepción de este veredicto, no era justo ponerle mala cara a Tata Nacho. Abrazos y palabras de elogio, eso es lo que correspondía. Pero nadie le iba impedir llamar la atención de los periódicos cuando le tocara recibir su flamante cheque de cincuenta pesos. Este acto le serviría para recordar a los periodistas que su talento iba mucho más allá de un segundo lugar. Por esa razón, cuando supo que recién había llegado al teatro su gran amigo, “el Vate” López Méndez, autor de la letra de Nunca, terminó de fraguar su plan: se acercó al maestro de ceremonias y le suplicó al oído que también invitara al poeta a subir al escenario. En medio de la algarabía, los aplausos del público y los flashazos de las cámaras, Guty, ante un azorado López Méndez que no terminaba de entender lo que sucedía, partió el cheque en dos y, extendiendo una de las partes hacia el Vate, soltó teatralmente:

—Toma Ricardo, la mitad del premio es tuya.

Capítulo 22

De vuelta a la Península

Ciudad del Carmen, 14 de marzo de 1930

—Pues se los doy, Don Guty. Yo quiero que un artista como usted, que tanto me agrada, vaya a cantarle a mi novia. Será la más grande satisfacción de mi vida.

El trovador se quedó sin palabras. Desde que había iniciado el 20 de febrero esta agotadora gira por la península, esta era la solicitud más extraña que recibía. Ni siquiera en Mérida, donde tuvo que triplicar el número de presentaciones para satisfacer la demanda del público, y en donde lo anunciaban pomposamente como “El aristócrata de la canción. Orgullo de México. Prestigio de Yucatán”, había recibido una solicitud tan atrevida. Y recibirla de parte de un triste pescador, en esta isla del golfo donde las señoritas de la mejor sociedad carmelita se habían congregado el día anterior para recibirlo en el aeródromo, le parecía algo inverosímil, como sacado de un cuento.

Quizá por ello le resultó imposible no enternecerse al escuchar la petición que le hacía aquel individuo regordete, moreno, aindiado, que lo miraba con sus ojillos suplicantes de pie junto a su mesa.

¡Una serenata!, pensó Guty. ¡Hacía tanto tiempo que no cantaba con su guitarra ante la ventana de nadie! En los últimos dos años, su vida había dado un violento giro. No solo por haber grabado casi cien fonogramas que ahora se oían por todo el mundo, sino porque desde hace año y medio ocupaba en Nueva York la dirección de la sección hispana de Discos Columbia en sustitución de su amigo Esparza Oteo. Y si bien era cierto que este puesto le había permitido conocer de cerca a varios artistas que admiraba, también era verdad que las responsabilidades del puesto le restaban tiempo para lo que realmente le importaba: seguir componiendo. Así que mientras pensaba qué carajos responderle al pescador —era obvio que la treta de haberle pedido desde el principio cien pesos para desanimarlo no había funcionado—, Guty decidió que era mejor invitarlo a beber una cerveza. Levantó la mano y llamó a un mesero.

—¿Le está molestando este hombre, maestro? —preguntó el mozo al acercarse.

—No, para nada. Al contrario, tráigame un par de cervezas. Una para mí y otra para mi amigo. Ah, en cuanto vea venir a don Benjamín Romero, avísele que aquí lo estoy esperando.

—Lo que usted diga, maestro.

El mesero hizo una reverencia antes de retirarse.

Acto seguido, Guty invitó al pescador a tomar asiento. El tipo ocupó una de las sillas vacías y agachó la cabeza. Le costaba trabajo sostenerle la mirada al compositor.

—Así que quieres llevarle una serenata a tu novia.

—Sí, don Guty, yo quisiera que ella pudiera escuchar de su propia voz sus canciones más chingonas…

—¿Si? ¿Y cuáles son tus preferidas?

—Pues primeramente, Nunca, a mi parecer la más bonita de todas las que usted ha hecho. Luego Para olvidarte, la que más agrada a mi novia; por último, Rayito de sol. ¡No me canso de escucharla!

Guty, sin dejar de beber de su cerveza, se le quedó mirando al muchacho. Algo iba gestándose en su cerebro. ¿Podía negarse? No le extrañaba que el tipo, pese a su condición, conociera tan bien sus canciones. Después de todo, desde que había grabado en los Estados Unidos, su fama se había extendido por toda Latinoamérica. En los lugares menos imaginados solían transmitirse sus temas. A sus veinticuatro años, como escribiría más tarde en un artículo el colombiano Luis C. Sepúlveda, “él, como artista, estaba hecho y su consagración asegurada”. Ahora solo le faltaba ir a Los Ángeles a conquistar Hollywood y hacer una gira por las principales ciudades norteamericanas. Varios productores gringos, de esos que no se andaban con medias tintas, ya le habían dicho que su éxito estaba asegurado, que era cosa de sincronizar filmes de ambiente mexicano con su música. No, no era eso lo que lo tenía atónito. Lo que verdaderamente le llamaba la atención eran las agallas de este joven para acercarse a él y atreverse a pedirle que le llevara serenata a su prometida. Solo por eso el chamaco merecía respeto. Dejó la botella vacía en la mesa y habló con voz firme:

—Te voy a decir la verdad, muchacho. Hace mucho que no le llevo serenata a nadie, pero te veo tan entusiasmado que no puedo negarme. Nada más que no debo irme así como así. Es necesario esperar a la persona que me citó aquí. Mientras tanto acompáñame con otra cerveza. Yo invito.

Sin poder disimular su emoción, luchando por contener su felicidad, el pescador se deshizo en frases de agradecimiento.

—Gracias, muchas gracias, don Guty. No sabe lo contento que me ponen sus palabras.

Fue en ese momento cuando se presentó en el restaurante don Benjamín Romero Esquivel, el alcalde de Isla del Carmen. Venía acompañado de su chofer, listo para llevar a Cárdenas al baile que ofrecía en honor del yucateco “lo más selecto de la sociedad carmelita”. Al verlo venir hacia su mesa, Guty se puso de pie y se acercó al funcionario con la intención de ponerlo al tanto de lo que sucedía. Don Benjamín, quien al principio observó con desconfianza al compañero de mesa del artista, enterado del caso, terminó por volverse cómplice. Incluso ofreció su automóvil, con todo y chofer, para llevar al trovador hasta la ventana de la elegida.

Media hora más tarde, allá por el barrio del Guanal, al pie de una humilde ventana, en compañía de un cincuentena de isleños que no daban crédito a lo que veían y oían, Cárdenas, que llevaba ya una buena dosis de alcohol entre pecho y espalda, entonó cinco de sus mejores canciones para saludar a la afortuna dama. Al término de la serenata, siguiendo las normas del buen comportamiento, la mujer encendió una vela para indicar que se había despertado. Nunca se dejó ver, ni salió a dar las gracias, mucho menos abrió las puertas de su casa para recibir a sus cantores. Hubiera sido un atrevimiento.

El pescador, llorando enternecido, le ofreció al artista cuatrocientos pesos:

—Es todo lo que tengo. Son de usted porque se los ha ganado.

Guty, quien ya se dirigía con paso firme al automóvil del alcalde, ni siquiera hizo el intento de tomar el dinero. Se lo rechazó tajantemente. Subió al asiento trasero donde se enjugó con discreción algunas lágrimas, acaso con un dejo de envidia por haber conocido a alguien, aparentemente mucho menos afortunado que él, con tanto nervio para amar de esa manera.

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