Iván de la Nuez
Una ola reaccionaria recorre el mundo. Y viene capitaneada por unos líderes estrafalarios que le conceden la apariencia de un movimiento pintoresco sin otra idea que la de hacerse con el poder y desmontar cualquier rémora progresista.
Ni feminismo ni derechos de género ni Estado de bienestar ni laicismo ni diversidad ni inmigrantes ni matrimonios gais ni ofensas procedentes del arte o el cine. Incluso ni caricaturas, como acaba de confirmar la última prohibición de The New York Time hace unos días ante una caricatura crítica sobre Netanhayu y Trump.
Todo esto, y más, se repite cada día en las balandronadas y las medidas aprobadas por Orban en Hungría o Bolsonaro en Brasil, por Le Pen en Francia o Duterte en Filipinas. En estos y otros países, esa ultraderecha pugna por el destierro de la prensa crítica y de la cultura misma, a la que consideran parte de un establishment al que atacan verbalmente (como si ellos no formaran parte de este) o un nido de comunistas desfasados.
En la cúspide de este movimiento no encontramos al líder de un país periférico o de una nación emergente, sino al mismísimo presidente de Estados Unidos, todavía primera potencia del mundo: Donald Trump. Un hombre que parece gobernar a golpe de Twitter, informarse exclusivamente a través de la cadena Fox y que se cree autorizado para cualquier exabrupto. Da igual que vaya dirigido a mujeres, inmigrantes, colectivos de cualquier tipo u otros mandatarios que no comulgan con sus caprichos.
En uno u otro caso, ha cundido la impresión de que estamos delante de un atajo de locos e iluminados. Gobernantes irracionales que nos llevarán un paso más allá del precipicio, en un mundo en el que la política de bloques se ha desmantelado y la anarquía apenas puede controlarse.
Pero ¿es realmente así? ¿Estamos gobernados por orates sin un plan para este mundo? ¿Millones de personas han depositado sus votos en estos descerebrados sin calibrar las consecuencias de ese acto?
Si viajamos, en una máquina del tiempo hasta hace unas tres décadas, y aterrizamos en los gobiernos norteamericanos de Ronald Reagan o el primer Bush (desde 1980 hasta 1992), toparemos con unos discursos casi tan inflamados como los de hoy. Pero, al mismo tiempo, encontraremos que toda aquella política, que muchos entonces calificaban de desquiciada y extrema, venía asesorada por los llamados “tanques pensantes” que llevaron el pensamiento conservador a sus máximas cotas.
Eran los tiempos de Daniel Bell o Hilton Kramer, de los Podhoretz o Jeane Kirkpatrick, de Hilton Kramer o Milton Friedman, armando la estrategia cultural del neoliberalismo a base de reconstruir la genealogía de la tradición conservadora y restaurar el aura perdida de las élites. Todos intentaron desarticular el efecto nocivo del hedonismo en la competencia capitalista. Y entre todos se abonaron al surco autoritario de una “revolución conservadora” que encumbró, tanto a Jesse Helms y su mayoría moral contra los peligros internos, como a Chuck Norris y su minoría letal contra los enemigos externos. Si la cultura imperial de Estados Unidos se había descarriado en los años sesenta del siglo pasado, ahora la hecatombe del comunismo les servía en bandeja, a partir de 1989, el regreso de la grandeza perdida.
Todo esto sufrió un bajón incontestable en tiempos de Bush II y en los días del Tea Party, una época poco brillante en la que incluso conservadores de otros tiempos (como Fukuyama o Irvin Kristol) mostraron su pesadumbre por la falta de consistencia intelectual de la derecha. Para el conservadurismo ilustrado, ni los discursos encendidos de Sarah Palin, ni las pinturas de John McNaughton que describieron este movimiento, iban a sustituir la gloria intelectual de antaño. A lo más que llegaban era a traducir los exabruptos contra Barack Obama, pero eran incapaces de precisar una agenda seria para construir algo distinto.
Mucha fe y poca razón, mucha retórica y poco discurso, mucha moral pero no demasiada ética eran las bazas de este movimiento. Estos conservadores se parecían demasiado a aquellos que Thomas Paine entendió en el pasado como una especie de exterminadores del conocimiento. Mientras que, en el presente, un decepcionado Lionel Trilling los definiría con amargura como unos gruñones cuyas irritaciones nunca alcanzarían la categoría de ideas.
Sin embargo, por virulentos que nos parezcan los actuales discursos de las recientes derechas, y por poco ilustrados que nos resulten sus apariciones, no conviene subestimar que, a través de la historia, las derechas han tenido una filosofía, una ideología de la que agarrarse y una intelectualidad de la que nutrirse. Esto es: han tenido un plan.
Un libro reciente nos lo recuerda con todo detalle. Acaba de publicarse en español y está firmado por el politólogo Corey Robin: La mente reaccionaria. El subtítulo de este ensayo deja claro su recorrido: “El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump”. El contenido deja claro su cometido: demostrar que el mundo reaccionario ha estado poblado de teorías, programas culturales y escuelas filosóficas de primer nivel.
Robin viene a decirnos que los conservadores, aparte de atrabiliarios y muchas veces toscos, han sido también agudos e intelectualmente sólidos. De ahí que su libro rastree los grandes momentos reaccionarios de la historia y su emparejamiento con su gran contraparte: la revolución. Porque, desde Edmund Burke hasta hoy, la mente reaccionaria ha encontrado su fuerza en una dinámica revanchista sin la que pierde sentido su discurso y su práctica. Este antagonismo sería el motor de una batalla que tiene lugar por el poder, pero no solo alrededor del Estado, sino también de la fábrica, la familia o el matrimonio.
Explícita o implícitamente, para entender a Donald Trump hoy, como antes a Ronald Reagan o Margaret Thatcher, es imprescindible conocer a Thomas Hobbes, el citado Edmund Burke, Carl Schmitt o Francis Fukuyama. También las novelas y ensayos de Ayn Rand, esa especie de gurú que ha sido para el Hollywood norteamericano lo que Vargas Vila pudo haber sido para las telenovelas latinoamericanas.
Si Reagan nombró “revolución” a su movimiento conservador, la nueva ola reaccionaria no ha llegado para construir un nuevo Estado, sino para restaurar el antiguo régimen. Un antiguo régimen en el que, en uno u otro país, un día sobra Darwin o la crítica, los chistes o la contracultura, el sexo libre o el libre trasiego de personas. Esta restauración, que ha llegado para reponer la fe y los muros, es una mezcla compleja de neoliberalismo con nacionalismo, economía trasnacional y proteccionismo, unilateralismo y añoranza por los viejos bloques de la Guerra Fría.
Pensar que carecen de alguna raigambre cultural es un error parecido al que hoy mantiene la izquierda, que se ve a sí misma como el hábitat natural de la cultura. Démosle tiempo al tiempo. Y pronto aparecerán los intelectuales orgánicos de este movimiento, aunque tal vez no en la forma del profesor libresco de toda la vida, sino bajo la apariencia altisonante de los predicadores.