Rubén Reyes Ramírez*
En conmemoración del CV aniversario de la primera edición de Platero y yo
Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan.
Jorge Luis Borges
Poeta Juan Ramón, déjame en principio decirte quién soy: me llamo Rubén, pero lo mismo podría llamarme Pablo o Ernesto o simplemente sombra. Como tú, soy un testigo en secreto del poder de la palabra y obstinado perseguidor de atisbos en los umbrales del territorio que discurre entre el crepúsculo y el amanecer.
Sin más salvoconducto que el deseo, sin otras armas que mis latidos de lucidez y esperanza, acudo ahora a tu jardín para vislumbrar tus pasos y dialogar contigo desde los esquemas de bruma de mi aliento.
Insurgencias en el jardín
Es apenas una pregunta sobre el yermo. Es una silueta o un guiño que se descubre por un dintel deshojado del crepúsculo, en una arcilla al margen por la tarde.
Entre los cantos que acuden, se va delineando el contorno rítmico de unos pasos. La figura estilizándose en la delgadez del arco, va perfilando lo doble del aroma y el rumor con la levedad de una brizna.
Se bifurca en el atisbo la suavidad del rocío. Sombra y caballito surgen a la vez, contenidos en la longitud de sí mismos, como el corcel y el jinete con su estatua de viento esculpidos en la llanura.
¿Serán mi sueño y su realidad de bruma difuminados en la burbuja límpida del instante?
Quizá porque inicié el camino de mis búsquedas con la palabra en un taller literario cuyo nombre era Platero, hacia la década de los años setenta del siglo xx en Mérida, Yucatán, tuve desde entonces la curiosidad de desvelar el pequeño misterio que traslucía el hecho de que un grupo de diletantes que aspiraban a internarse de modo serio en la poesía hubiera elegido ese personaje icónico de Platero y yo –un libro ingenuo, casi pueril para alguna pupila insomne en nuestros días– como emblema de su proyecto colectivo de creación. Así fue que, para mí, el misterio de aquel símbolo se convirtió en el símbolo de un misterio aún mayor: el enigma del mundo de la poesía y de la posibilidad de habitarlo.
Al igual que Platero para ti, Juan Ramón, la aparición en mi espacio existencial de un compañero cómplice en el territorio insomne del espejo, el cual se perfiló finalmente como mi unicornio, no tiene un origen preciso. Quizá porque su presencia es algo natural, que de pronto se advierte, o en modo más estricto, es ella misma quien se nos revela y de improviso nos saluda. Como tú dices, Platero es pequeño (y) suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Esta tersura a flor de piel que sugiere una actitud afable ante la gente y la naturaleza –los pequeños y los pájaros, las estrellas– recubre una fortaleza interna. Es así tierno y mimoso igual que un niño, que una niña; pero fuerte y seco por dentro como de piedra.
No en balde, cuando pasabas cabalgando en la blandura gris de Platero, los hombres del campo que se detenían a mirarlo, comentaban: —Tiene acero. […] Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
El unicornio en cambio es a la vez por fuera, duro y suave: como de jazmín y estaño.
¿Acaso la rudeza o sequedad de su epidermis esconda una actitud ilesa de ternura?
O bien, si la tuviera, ¿Sería ésta una leve sombra que solo por momentos lo acompaña?
No lo sé de cierto: en verdad, desconozco a fondo el ámbito y las cortezas de su interior; aunque he visto que de allí salta a veces algún destello suave, como puñado luminoso de ternura, en ocasiones también he creído atisbar el brillo de un hierro esquivo que se oculta prudentemente. Lo que se descubre de manera inconfundible es una resolución libérrima, como de potro suelto en la llanura.
Sé en fin de cuentas por su silueta en el umbral del aire, que el unicornio existe.
¡Pero oh!, diría Reiner María Rilke: éste es animal que no existe./ Ellos no lo sabían, pero en todo caso les agradaba/ su porte, su traza, su cuello,/ hasta la luz de su silenciosa mirada./ Ciertamente no existía. Pero, como ellos lo amaban, llegó a ser un animal puro.
Al unicornio mío, como al de Rilke, las dudas y el asombro No lo alimentaron con grano,/ sólo siempre con la posibilidad de ser./ Y esa posibilidad infundió tales fuerzas al animal,/ que le creció en la frente un cuerno.
El unicornio habita en una pradera limpia que tiene en un borde una colina, cuyo interior guarda el prodigio de un tesoro inmemorial. Tal vez sea un sitio semejante a la mítica Mictlantecuhtli, esa fuente primordial de provisión que era la montaña de los mantenimientos de nuestros ancestros en Mesoamérica.
A este hábitat –que es a un tiempo comarca de refugio y exilio, siempre rumorosa y fértil– donde impera el designio de sus juegos, me deja ingresar únicamente cuando él quiere. Aunque a veces lo espío para infiltrarme y logro entrar de puntillas sobre la hierba, en realidad él lo sabe y finge ignorarme. Aún en esos instantes, cuando nos eludimos o simulamos no vernos, es mi cómplice secreto.
Esa familiaridad, Juan Ramón, que tú sentías con Platero –Aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino!– con el unicornio no puedo compartirla del todo. Será porque en el fondo, aún temo perderlo: no vaya a ocurrir que un día se enrarezca o diluya en la orilla del crepúsculo y, entonces, yo vuelva como antes a estar deshabitado, baldío sobre las rocas deshojadas del silencio.
Al unicornio le doy un trato cuidadoso, de timidez y respeto, como a los amigos que uno quiere conservar. En verdad lo mantengo en un sitio íntimo, río adentro del entrecejo, al igual que a esos seres de los que uno ya no podrá prescindir, así sea únicamente en la memoria.
Tras el muro del jardín
Es justamente porque estos amigos nos ayudan a ser limpios y enriquecen las horas de nuestra vida, por lo que, tal vez como tú, he querido escribir este texto. No es sino el signo de la certeza de un espacio y de un tiempo –un espacio-tiempo diríamos en estos días–, es decir, un orden de realidad al que, sólo marginalmente, por instantes, me es concedido internarme; pero que puede ser un territorio tan vasto como un firmamento y tan alucinado como algún país de nubes o una isla solitaria que es, no obstante, una región de todos.
Este breve libro –dices, Juan Ramón, con tu lenguaje de nácar y aceituna– en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡qué sé yo para quién!... para quien escribimos los poetas líricos...
Por su trazo ingenuo, pudiera pensarse desde cierta óptica contemporánea, en que lo escribiste sólo para los niños de tu época. Un tiempo aún no tan antiguo pero que se ha hundido en el naufragio veloz del vértigo de estos días.
Más ser niño es para ti un tesoro, y mejor aún, una condición de todos, que es cercana al idílico estado natural del hombre y la mujer y a las búsquedas incesantes del poeta: “¡Qué bien! Dondequiera que haya niños –dice Novalis– existe una edad de oro. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca”.
Así, esta Edad de oro onírica coincide en lo claro con la de José Martí. Isla de utopía, que no es sino un búnker y acaso oráculo de la gracia, donde habitan los Plateros y los unicornios libremente, es en el fondo la tierra prometida de las búsquedas del poeta, y sus fronteras se tejen con las texturas ondulantes de la lengua.
Pero si la isla es, tú dirías, un bosque o un castillo de encantamiento, a mi parecer se abre y se nos da, por momentos, como un jardín edénico, el cual se esculpe en la roca del entrecejo a la orilla del aire, al modo de un cosmos alterno, tan real en su existencia como esta otra estancia que llamamos “realidad”.
El poder radical de esa región del universo (multiverso, debiéramos decir mejor) no reside en que entre sus fronteras se asile únicamente lo hermoso y alegre. Allí el amor tiene salvoconducto, en efecto; pero alegría y dolor conviven como en cualquier otra parte en el mundo.
Tampoco su poder de conjuro se cifra en ser el marfil de una torre de pureza y de evasión, lo que en estos días revueltos y oscurecidos que nos ha tocado vivir tendría sin duda un magnetismo tentador, casi irresistible, para atrincherarnos allí como búnker inexpropiable, reducto del alba o de la utopía.
Así parece contemplarlo Franz Kafka, quien ubica el descubrimiento de este sitio tras las murallas de El castillo o en El silencio de las sirenas. También Milán Kundera, en las páginas de ese libro en que con su innegable connotación política alude a la poesía y la actitud del poeta, precisamente con el título La vida está en otra parte.
Yo, en cambio, parto del hecho de que si bien el ámbito de realidad del arte literario es el texto, este arte es una experiencia de vida. Sobre esto, me gusta evocar a Edgar Morin, quien lo ubica así y se pronuncia al respecto enfáticamente: “la poesía no es sólo una variedad de literatura, (sino) es un modo de vida en la participación, el amor, el fervor, la comunión, la exaltación, el rito, la fiesta, la embriaguez, la danza, el canto, que […], transfiguran la vida prosaica hecha de tareas prácticas, utilitarias, técnicas”.
Sé naturalmente de las opiniones opuestas, que privilegian e incluso autonomizan el texto respecto de las vidas de los poetas que lo escriben. Bajo el influjo del romanticismo que exclamaba “la poesía es el corazón”, Lord Byron decía con estas u otras palabras, que la poesía era para los seres elevados; la vida para los sirvientes.
En todo caso Octavio Paz, en El arco y la lira, se formula y nos plantea las preguntas esenciales: “¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión universal en la poesía?”.
Siendo él un poeta, asume en lo personal la misma contradicción que busca esclarecer como crítico, al confesar: “mi pasión más antigua y constante ha sido la poesía. Mi primer escrito, niño aún, fue un poema; desde esos versos infantiles la poesía ha sido mi estrella fija. Nunca ha cesado de acompañarme... Muy pronto el hecho de escribir poemas –un acto a un tiempo misterioso y cotidiano– comenzó a intrigarme: ¿por qué y para qué? Casi inmediatamente esta pregunta, sin dejar de ser íntima, se transformó en una cuestión más general: ¿por qué los hombres componen poemas? ¿Cuándo comenzaron a componerlos? La reflexión sobre la poesía y sobre los distintos modos en que se manifiesta la facultad poética se convirtió en una segunda naturaleza. Las dos actividades fueron, desde entonces, inseparables”.
De tal modo, creación y reflexión de la poesía se tornan claramente para Paz (para su vida y escritura) en imprescindibles vasos comunicantes. Al referirse a sus poemas, dice: “aunque no son un diario, son las huellas y, quizá, la crónica de mis días”.
Como puedes ver, Juan Ramón, el locus y la función del arte y, en nuestro caso, del texto literario (su entramado en la vida o su autonomía) son lo que está en el centro de este debate insomne. Si pensamos en la poesía que se construye con la palabra, habría que escuchar a George Steiner, quien afirma que la poesía es una forma embrionaria del pensar y que la imagen poética y el pensamiento abstracto (metáfora y mito) confluyen y se alimentan mutuamente.
“Los rasgos mitológicos del poema no son vestidura ni mascarada en el sentido barroco. Lo mitológico encarna, permite, el único acceso directo a la invocación y expresión de lo abstracto cuando el lenguaje […], no ha desarrollado todavía modos de predicación lógica”.
Esa incandescencia radiante de la lengua, que parece corresponderse en sus orígenes con el pensamiento mítico, cumplía la función de salvaguardar la memoria y el sentido de pertenencia de los miembros de una tribu. El poeta era el cantor del grupo, aedo y rapsoda (cronista y propagador) de los valores y sentimientos que configuraban la cosmovisión y el imaginario cultural de su comunidad. De tal manera, la experiencia poética tenía un sentido vital (de identidad y unificación) para los miembros de una sociedad.
En cuanto a la conversión del poema en un discurso autónomo de ficción, tal como lo entendemos actualmente, Max Weber señala que en la historia occidental, durante la época moderna ocurrió la diferenciación de “las esferas de valor correspondientes al arte, la moral y la ciencia”. La poesía conquistó entonces su independencia, dejando de ser servidora de la religión o de la reflexión filosófica para explorar el universo por cuenta propia.
Sin embargo, paradójicamente, esto es verdad y no. El deslinde de los campos del pensamiento y la expresión existe hoy día con claridad, pero también su vínculo con la vida a la que sirve aún de manera indirecta o como acoplamiento.
Las preguntas misteriosas sobre el texto poético, esas que nos siguen inquietando aún hoy, son: ¿Cómo la vida se asume en la ficción literaria? ¿Se transfiere en verdad el pulso o los latidos de la sociedad en la escritura estética? o bien ¿Cómo la ficción artística es capaz de darle a la dimensión de la vida real una mayor apertura de conciencia y de sensibilidad? En suma, ¿Cuál es la razón de la aparición de tal escritura y cómo la escritura es razón de aparición de formas de vida que no estaban visibles antes?
En este vaivén, ir y venir de la vida al texto y del texto a la vida, los escritores y las personas que los leen juegan a descubrir los límites entre la ficción y la realidad; sea como los reflejos que permiten construir ambas dimensiones en mundos que se reconocen y confunden o bien impregnados de escepticismo contemporáneo, en mundos paralelos, fragmentarios y vacíos, que terminan por desaparecer.
Yo desde luego, estoy cierto de su existencia y me ocupo en la posibilidad de habitarlos.
Un jardín americano
Si Federico García Lorca, quien como pensaba Agustí Bartra, era “un poeta muy sensato”, ha dicho que la realidad era mucho más poética que la poesía, para nosotros en Latinoamérica, la realidad es mucho más fantástica que la fantasía. Aún más, esa isla o arrecife en la espuma del mar que es el jardín de la palabra no es sino un complemento genésico de nuestra propia realidad.
Más de cinco siglos han labrado la cultura iberoamericana, a través de una conflictiva y fecunda serie de contactos interculturales. Como fruto, somos actualmente comunidades y países con identidad propia que nos hemos integrado y pertenecemos por derecho propio al mundo occidental.
José Miguel Oviedo observa: “Por ser americanos somos una fracción de occidente, una suerte de ‘europeos’ más complejos (y tal vez completos) que los europeos mismos, pues hemos sido enriquecidos por nuestras propias tradiciones indígenas y las africanas, asiáticas, árabes etc.”.
Como apunta Oviedo, “Nuestro costado europeo no nos encasilla (es un modo de reconocer que somos universales)”; pero importa subrayar que tal universalidad se erige a partir de nuestra identidad americana, y ésta a su vez es una amalgama pluriétnica y multicultural.
La realidad americana ha sido fuente y surtidora de centenares de lenguas; en tanto que la literatura ha ayudado a recrearla y comprenderla como un ámbito de maravilla. Expresión de hondura y limpidez, según la percibe Honorato Magaloni, el poeta intérprete de las nociones mayas y “preamericanas”; o como el exuberante espacio de “lo real maravilloso”, tal cual la ha descrito Alejo Carpentier en la saga del “realismo mágico” en la narrativa de Hispanoamérica.
Las obras que plasman mensajes relevantes de la cosmovisión de las culturas aborígenes del Nuevo Mundo (Amerindia) constituyen cabalmente una literatura. Ello indica que el fenómeno literario es una creación originaria de la cultura americana.
Esta afirmación se sustenta en la evidencia de un corpus voluminoso y diverso de obras (orales y escritas) en las lenguas indo-americanas. Tales obras, importa subrayarlo, poseen el carácter de textos literarios, pues contienen la función artística del idioma asociada a otros rasgos valiosos para sus culturas.
La singularidad de estas creaciones, lejos de inducir a negarlas como literatura, nos pide una mirada distinta.
Carlos Montemayor advierte: “necesitamos nuevos ojos para hablar de la literatura en las lenguas indígenas, necesitamos una nueva actitud, una actitud, diría yo, muy semejante a la del deseo”.
Y esta realidad americana, recreada en no poca medida por su literatura, ha configurado una identidad propia, de miserias y esplendores. En ella el mundo de lo real y el mundo alterno del otro lado del muro confluyen sorprendentemente.
Por esto, el jardín tiene, en nuestro caso, el poder de instalarnos de manera íntegra en este territorio, que ahora ya al ser nuestro no puede serlo a plenitud sino siendo en esencia de todos, y desde el cual aspiramos a que los hombres y mujeres habitemos esa condición unánime que Pablo Neruda llamara de Residencia en la tierra.
Como él, quizá algún día los poetas podamos pisar hondo y decir: hundí la mano turbulenta y dulce/ en lo más genital de lo terrestre. Después, en nuestra ruta existencial de Sísifo, con la piedra del sueño hecha añicos rodando por la cuesta del desencanto, habremos de recomenzar la jornada: y, como un ciego,/ regresé al jazmín de la gastada primavera humana.
Entonces sedientos de barro y de rocío, con la voz de Neruda, podríamos nuevamente apelar al viento: Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Acaso allí tengamos presentes con nuestro oficio de escritores, las palabras y la certeza insurrecta de Blas de Otero: Si he sufrido la sed, el hambre, todo/ lo que era mío y resultó ser nada,/ si he segado las sombras en silencio,/ me queda la palabra.
Pero al escritor, esta certeza de la palabra lo acompaña como una intuición alucinada de su presencia, como la Ítaca de un viaje irrenunciable, que es destino radiante pero al que sólo se alcanza rozar para volver a vislumbrarlo tan lúcido y lejano como antes. Es preciso recordar la voz admonitoria de Cavafis: Ítaca te dio el bello viaje./ Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene más que darte.
Mas si en tu viaje no consigues desembarcar en la escarpada Ítaca, porque al fin de todo es ella misma, la poesía, que te elige alguna vez, tu viaje no habrá sido en vano.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó. / Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia, / comprenderás ya qué significan las Ítacas.
Por eso como tú sabías, Juan Ramón, tener un amigo que mora en este jardín, un cómplice, me gusta decir, es contar con alguien que nos ayude a romper los cerrojos de los recintos tapiados y soñar con una carta de residencia en dicha región insular. Soñar en ser admitido, soñar con el salvoconducto del sitio claro, con el poder alumbrador de la palabra.
Tú bien lo aludías: ¡Isla de gracia, de frescura y de dicha […]; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
En busca de mi unicornio
La silueta líquida del unicornio que comenzó siendo una sospecha, se convirtió finalmente en una presencia tangible, esquiva o caprichosa pero recurrente, que me ha acompañado en secreto, incitándome a perseguirla tras el muro del jardín.
Símbolo alegórico de mi poesía, cuando siento poseerla en el pecho y gravitar a flor de labios, es como el corazón del cautivo extraído a la atmósfera por el filo del pedernal que, al subir al aire palpitando, en un instante se nos va de las manos. Pero sé que volveré a escudriñar sus pasos, ineludiblemente, pues ya Efraín Huerta nos dijo a los poetas: Sólo a fuerza de poesía, se deja de ser un poeta a la fuerza.
En lo personal, me sitúo ante mi poesía, desde la óptica del poeta. García Lorca, por ejemplo, no podía definir la poesía al margen de la poesía misma. De tal suerte, le expresaba de viva voz a Gerardo Diego: “...ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la Poesía. Aquí está: mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura...”.
Sin embargo, al pensar en la creación poética y buscar cómo expresar mi postura en torno a ella, mirando al poema como un ámbito de presencias y al acto de escribir como una experiencia de encuentro del creador con su texto, concuerdo con José Gorostiza, quien al explorar el vínculo del pensamiento del poeta y su obra, nos dice un deslinde: “El poeta no puede, sin ceder su puesto al filósofo, aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. Él simplemente la conoce y la ama. Sabe en dónde está y de donde se ha ausentado. En un como andar a ciegas, la persigue. La reconoce en cada una de sus fugaces apariciones y la captura por fin, a veces, en una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes”.
El poema se presenta también a los lectores o escuchas, como un instante misterioso, cargado de intensidad, cuya naturaleza y función no acierta a precisar. Al respecto, observa Gorostiza: “Para el lector común –y aún para muchos poetas– la poesía es como un túnel secreto que nos permite escapar de nuestras prisiones, de la fealdad y el horror circundantes, hacia infinitas llanuras iluminadas por el esplendor de lo bello. La razón les asiste hasta aquí, pero me temo que les falte cuando deducen […], que la poesía no tiene otro objeto que el de captar y exhibir la magnificencia del orbe”.
A mi gusto, el poder y misterio de este sitio, risco y llanura a la vez, consiste más bien, en su función de puente, de comunicación viva entre los hombres, en ser capaz de quebrar la soledad sobre la bruma del tiempo y la intemperie.
Es por eso quizá que, al comunicarnos de tal modo esencial, en lo íntimo de nuestro espíritu de hombres y mujeres, nos deja conocer regiones intactas y encubiertas del mundo exterior, que son jardines tapiados de la atmósfera, a los que comúnmente no es dado entrar, pero a la vez nos permite entrever ciertos senderos de nuestra condición humana.
Al brindársenos el salvoconducto de explorar dichos jardines del afuera y de nuestros adentros, podemos entender mejor a los seres humanos: a los otros individuos y comunidades que al haber vivido antes, nos han dejado su experiencia y de tal modo conviven con nosotros, así como a las múltiples voces o siluetas contemporáneas que llevamos dentro y que nos constituyen en el ser único que somos.
Literatura exclamará alguno –nos advierte otro Ramón: el poeta fundador de la poesía moderna en México– de los que no comprenden la función real de las palabras, ni sospechan el sistema arterial del vocabulario.
Pero la presencia de ese espacio alterno gravita y la reconocemos, es un jardín desde el cual podemos observar y, por momentos, incluso, saltar para internarnos en otros lugares inexplorados. Es un jardín que a la par es puente: jardín de atisbos y de alucinados vuelos.
Y es en este transporte líquido, en este discurrir de límites, donde se tocan y transfunden las orillas: la realidad se halla a salvo en dicho reducto, y de él brota al mundo el sueño ileso con el poder de crear o recrear lo real. Allí la intención es verbo; la palabra, imagen; la imagen, ritmo, música; pero una música a la altura del sueño y de la conciencia, y una semilla fecunda de verdad, su aliento de utopía o ficción.
Platero y el unicornio
Finalmente, Juan Ramón, te confieso con cierto pudor que no sé por qué he querido escribirte, como a fin de cuentas, no sé bien por qué escribo.
¿Acaso tú sí lo sabías? No estoy cierto ahora de ello; de lo que sí tengo noticia, en cambio, es revelador: que, antes que el poeta o el escritor, y sus motivaciones son parte suya, te interesaba el poema. Coincidías en ello con Ezra Pound, quien apuntaba: “Es de enorme importancia que se escriba gran poesía, pero no importa en absoluto quién la escriba.” Por eso quisiste editar una revista: iba a llamarse “Anonimato”. /Publicaría no firmas sino poemas; /se haría con poemas, no con poetas. Esto lo escribió José Emilio Pacheco en una Carta en defensa del anonimato. En este texto él agrega: Y yo quisiera como el maestro español / que la poesía fuese anónima ya que es colectiva.
Cuando me encaro con mis impulsos, con esas pulsaciones de mis fuentes poéticas, y pregunto por la sustancia de lo que expresamos los escritores, sea en prosa o verso, me asiste nuevamente la palabra de José Emilio: Sigo pensando/ que es otra cosa la poesía:/ una forma de amor que sólo existe en silencio,/ en un pacto secreto entre dos personas,/ de dos desconocidos casi siempre.
Aunque él la dirige expresamente a otro, estimo que el destinatario de su carta puedo ser yo; como podrías también serlo tú, o quienquiera que quiera participar en la resurrección de la gracia que encierra este conjuro de la palabra:
No nos veremos nunca pero somos amigos./ Si le gustaron mis versos / qué más da que sean míos/ de otros/ de nadie./ En realidad los poemas que leyó son de usted:/ Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
Alguien ha dicho que escribir poemas en este tiempo (después de Auschwitz, Hiroshima y Nagasaki…) es un “acto de barbarie” o de autismo; pero sigo pensando que hacer poesía –vivirla, escribirla y compartirla como creador o lector– no es algo sin sentido, ni siquiera con un sentido meramente individual.
Ante el estruendo de las armas y la incomprensión en el mundo, el latido de un poema equivale apenas al soplo de un sueño, o tal vez al de un amanecer. Acaso, en realidad, un poema no sea más que un motivo para la sonrisa o un reducto para la ternura; pero crear ahora un jardín para la palabra y congregarnos en torno de su aroma limpio, no es un acto inocente. Tiene en esta intemperie erizada de agujas nucleares que se ciernen sobre nuestras manos y sueños, el valor germinal de una incitación: niños huérfanos en la orilla del alba o del naufragio, venimos a decir que tenemos aún la vida y queremos el poder de la alegría para todos.
En fin, con la ilusa aspiración de coincidir contigo y quien pueda escucharnos te dejo aquí, amigo Juan Ramón, estos escritos (alucinaciones o conjuros de universos compartidos) como testimonio de una mirada de gratitud por la claridad de tus huellas ante el espejo. En sus texturas, a la orilla del eco, hallaremos tal vez el salvoconducto para entrar de nuevo juntos, desde la nostalgia de tu tiempo y el vértigo de estos días revueltos, en ese jardín a salvo donde pacen las siluetas de Platero y del unicornio.