Dos de los huracanes de más desagradable memoria, llamados Gilberto e Isidoro, transformaron parte del litoral del estado. La saña marina remodeló el sitio, se llevó arena, cavó en la roca y multiplicó infinidad de teorías, desde las más insólitas hasta las triviales. Se dijo, que el acomodamiento de sedimentos y la resaca del oleaje desenterraron en esas playas el tesoro buscado por generaciones de entendidos.
Tengamos en cuenta la existencia por milenios de otras bocanas, no muy alejadas de las recientes, donde según noticias se inhumó junto a sus riquezas un pirata famoso por aterrorizar la comarca hace mucho. El miedo a reactivar hileras de maldiciones redujo el número de valientes resueltos a excavar tal fortuna, capaz de convertirlos de la noche a la mañana en hombres poderosos.
En esa forma creció la leyenda del sortilegio para aquel en tener la osadía de dar con los huesos del corsario y su cofre de joyas. Porque tesoro de pirata enterrado sin cadáver y trampa para alejar a los fisgones, resulta imposible de separar aquí o en otro lugar donde se dieron los bucaneros.
El abuelo Fello se apuró a invitarnos unas gaseosas Sidra Pino en la tienda del pueblo, nos miró a mi hermano Evaristo, a mi primo Cliserio y a mí y puso después la vista en algún paisaje que los años comenzaban a borrarle de la cabeza.
Enseguida nos aleccionó sobre las serpientes guardianes de los cenotes, cuyas aguas son usadas por los curanderos desde la antigüedad hasta los tiempos modernos.
“Los hombres actuales solo tienen tiempo para sus máquinas y son fáciles de burlar por estos hechiceros. Aún, cuando nadie les teme como antes, ellos no han desaparecido. Tal vez perdimos la facultad de verlos. Pasan sin ser notados y cumplen su misión al pie de la letra que no es otra sino la voluntad del dios Chaac” –el abuelo aseveró en tono sombrío y continuó.
“Caminan a la orilla de las carreteras, donde se mueven autos a cien kilómetros por hora y nadie los presiente siquiera, porque el hombre actual va muy rápido y ellos demasiado lento”.
Fello se rascó el mentón, miró a lontananza y nos instruyó: “En cambio, estas serpientes cuando alcanzan un volumen tan grande que las hace deslizarse con dificultad en la cueva y su cabeza, tan parecida a la del caballo, se llena de crines largas, entonces Chaac las premia por su labor en ahuyentar a indeseables y curiosos, al dotarlas de un par de alas.
”Recompensa en trasladarlas del espacio reducido del cenote a la inmensidad del mar, donde el dios Chaac las hunde en las olas a vivir la eternidad”.
Fello comprobó la curiosidad asomada en cada uno de nosotros.
“Ora es difícil verlas en el cielo por el ruido de los aviones”.
El abuelo Fello nos reunió una noche alrededor de su hamaca para mostrarnos el papel apergaminado de tan antiguo, quizás pedazo de la página del diario.
“Lean, aquí se habla de un hombre cuando en el año de 1923, siendo sereno de la ciudad de Mérida y mientras limpiaba los faroles de la esquina del Ramón Grande, vio cruzar en el cielo hacia el norte una serpiente alada y la mal llamó dragón.
”Así, para encontrar el tesoro del pirata, primero tienen que estar dispuestos a matar a la serpiente cuidadora” –concluyó el abuelo.
“¿Qué tal ir de vagos a buscar el cofre a la playa, ja?”.
El abuelo nos dejó casi sin respiración, pero antes que alguno pudiera reaccionar, propuso:
“¿Qué les parece si voy con sus papás y les consigo permiso para la excursión y los regreso ricos? Valdría la pena el regaño” –me apuntó a los ojos proponiendo a medias la aventura.
La primera impresión fue dejarnos sin habla. Quizás él, por ser papá de mamá, consiga el milagro y obtenga la aprobación. Nuestro Beyhualé sigue siendo un pueblo, según Fello: como el corazón de la península: antiguo y misterioso, pero fuerte.
Papá trabajó muy duro las conjeturas con tal de convencer a mamá y consiguió su aprobación a cambio de no llevar con nosotros a Evaristo.
Mamá se agarró a cierto presentimiento para intentar salirse con la suya: “vi en sueños perderse entre las olas y el sargazo al pobrecito de Evaristo”.
Los berridos de Evaristo la hicieron cambiar de opinión y buscar la forma de callarlo, porque madre con un hijo de tal índole nada más mueve a vergüenza.
Antes de darnos cuenta, estábamos Evaristo, mi primo Clis, el abuelo Fello y yo, arriba del camión, rumbo al mar.
Esta vez el abuelo, en vez de llevarnos a donde estaban las playas de pura arena, nos hizo torcer a la derecha en dirección a las bocanas y las nuevas entradas marinas. Mi primo Cliserio y yo, conocíamos el mar por las costas cercanas a Chavihau o Santa Clara, donde a veces acampamos de pasadía con papá en meses de temporada. Pero más de allí, hacia las bocanas, todo nos resultaba extraño.
Kisín (diablo) Fello se puso a la cabeza, entonces lo seguimos sin chistar, como le gustaba. Pasado el mediodía, según calculamos por el largo de nuestras sombras, el abuelo efectuó el primer alto. Bajo una palmera diluyó la bola de masa aceda en agua del calabazo y nos ofreció pozole en una jícara.
Con el ocaso a nuestras espaldas, encontramos las primeras bocanas y se nos hicieron más peligrosas de lo imaginado.
Respiramos con dificultad, mientras oíamos por adentro los golpes furiosos de los corazones.
“Es un bonito lugar para acampar” –Fello dijo entre susurros, se descolgó de la clavícula el sabucán y se aproximó a la primera cavidad.
Ante la imprudencia del abuelo, mi hermano, mi primo y yo mostramos mucho cuidado. Además del temor sentido por el lugar, nos erizaba la piel que al abuelo Fello se lo llevara una racha de viento o cuando menos resbale y caiga en la bocana.
El abuelo se rió y por señas nos pidió arrimarnos.
El sol naufragó al fin y el cielo oscureció, pero a Fello no pareció preocuparle y solo se entretuvo en asomarse a contemplar lo más hondo de la poza, sin soltarle el brazo a Evaristo.
Fello se aburrió y también por gestos nos alejó de ahí, recogió el sabucán y lo seguimos a un lugar de laja voluminosa y chata donde acampamos.
Solo fue sentarnos muy juntos, pues ni lona llevamos y el abuelo, aunque consiguió algunos tallitos secos, no logró encender fuego por remilgos del viento.
Fello nos animó a regresar a la primera poza bajo el pretexto de haber visto brillos extraños en el fondo y cuando asomados más atentos estábamos, uno a uno nos tiró al agua.
Primero fue la desesperación: brazadas, patadas y demás manifestaciones instintivas para aflorar la risa turbia del abuelo, después cuando pisamos fondo y comprobamos que el mar apenas no llegaba al pecho nos serenamos.
Me di cuenta al secarnos con la toalla obtenida del sabucán mágico del abuelo, que éste estaba más lúcido de cuanto supone la gente. Sin dificultad se convirtió en el cabecilla, a flor de sus conocimientos. Nos fuimos a recostar sobre la laja tibia mi primo Clis, mi hermano Evaristo y yo, y en tanto que el abuelo Fello, exprimía, tendía en el suelo y aseguraba con piedras o conchas la ropa para secarla con la brisa.
Mientras contemplábamos el cielo y nuestros ojos se acostumbraban a la falta de claridad asomaron más estrella. El abuelo, el único vestido y ensombrerado, sentado y con el mentón en las rodillas, observaba el oleaje y algo decía que no escuchamos por el ronroneo marino.
Después se aburrió y fue a recorrer las bocanas. Nosotros quedamos otra vez maravillados de su agilidad: el abuelo iba de una piedra a otra como chivo, rodeaba las cavidades sin titubeos y se cuidaba del menor resbalón al saber escoger dónde asentar las plantas de los pies. Pronto dejé de mirar a las estrellas y me puse a llevar la cuenta de sus piruetas.
Fello se quedó muy quieto y nos llamó agitando los brazos. Corrimos hacia el lugar desde donde nos gritó y el entusiasmo del abuelo nos traspasó la piel para aturdirnos más de lo normal. Fello pidió contemplar los relámpagos dorados del fondo de la poza.
Evaristo ni tiempo tuvo de pensarlo, se tiró de inmediato y vimos su silueta deslizarse en el agua, con tal de alcanzar la riqueza de la que tanto porfió el abuelo.
De pronto, surgieron espumarajos muy luminosos, hasta darle mayor nitidez al agua.
Vi, y lo recuerdo bastante bien, cuando el mar creció a la entrada de la cavidad rocosa, se erizó hasta convertirse en una serpiente verde y resplandeciente, avanzó con furia entre chorros de natas y efervescencia, se le enredó en las piernas a Evaristo y lo arrastró en dirección a las profundidades oceánicas.
Ocurrió tan rápido que mi primo Clis, mi abuelo y yo, no tuvimos manera de intervenir. Los tres vimos la serpiente de huesos resplandecientes y piel acuosa, pero los hombres de Dzilam Puerto solo hablaron de la creciente marina que se llevó para siempre a Evaristo.