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Entretenimiento / Virales

Dieciocho

Joaquín Bestard Vázquez

Descubrió la silueta, cuando esta pasó delante de la hornilla de mampostería. Entonces, sintió el chiflón de aire y el leve estremecimiento aumentó las palpitaciones de sus sienes hasta reducirle la salivación, al grado de impedirle pronunciar palabra. El olor a flores marchitas y la molestia como a humo, le agregaron alguna dificultad a su respiración, a sabiendas que el ambiente, aunque enrarecido, está libre de aquellos aromas y partículas nauseabundas, pertenecientes más a las nieblas formadas por los años y los recuerdos acumulados en las retinas.

Prisciliana no levantó la vista de la mesa, sino que continuó en la misma posición de abandono, adoptada al dejarse caer en la silla, y tal vez imaginó arder la llamita en el fogón, para llenar de aparentes ondulaciones las paredes como signo desesperado de vida, sin fiarse por completo del ojo, porque a veces con el rabillo, igual que hace un momento, creía percibir el movimiento de las ropas femeninas y llegó al extremo de escuchar el rumor de la falda al rozar los objetos, mientras su corazón volvía a latir al ritmo de antaño, y susurró para sus adentros: “Sí, mí niña linda, se hará como dices, mamita”.

Encontró los ecos internos de sus latidos, semejantes a pájaros tratando de encaramarse en el enramaje del pecho y regresó a la realidad al golpear los nudillos, cuatro o cinco ocasiones sobre la mesa, con tal de acallar sus temores, y se dijo: “X-Pris, ¿a dónde vas a estas horas?”.

Quién sabe si no a lo mejor intentaba reconstruir en su mente ofuscada ¿qué? “Tú sabes cómo es la de los viejos: muchas puertas que no se abren, señora dueña mía. Otras más, entornadas a la mitad, pero que no llevan a ninguna parte o nada guardan”.

La silueta se movió otra vez silenciosa, perturbó a Prisciliana que fingió ignorarla. La sombra se aproximó y dejó las penumbras con tal de recobrar su apariencia humana, los rasgos del hombre que ronda sin descanso, los ojos demasiado pequeños y juntos, casi violentos en su contemplación despiadada, sin que ella se acostumbre a esa manera de ver que la llena de interrogaciones o la traspasan como púas.

Esos seres siempre alejados del menor intento de comprensión o inteligencia, y que a X-Pris* le anudan los pensamientos en manojos de creencias absurdas, cuando las miradas exigían una explicación constante y fiel, y ella solo murmuraba, con tal de tranquilizarlo, las mismas palabras:

“Fue la niña hermosa como ninguna, esa flor arrebatada al cenote”.

A ti te enseñaron muchas cosas, nunca odio, solo a llevarlas a cabo, porque eran órdenes directas del amo ¡qué le vamos a hacer!

“Juzgarte ¿quién se atrevería? Bajo qué acusación tan tremenda. Qué dedo te apuntaría. Quién te obligaría a pagar. ¡Dios, es tarde pa’reparar la menor ofensa!”.

X-Pris procuró mantenerse inmóvil en la silla, por temor a que el menor crujido pusiera al descubierto sus ansias y ni siquiera con la finalidad relativa de alejar a chan Jus, que sin querer, le echaba su respiración fatigada y su llanto apagado sobre sus cabellos recogidos en el chongo.

“Pero pa’que paguemos se necesita un cobrador. Uno que venga por ese camino vigilado a diario por los dos y remueva el polvo, sacuda la laja, encuentre las huellas de las llantas de los carruajes y los automóviles que de antes lo usaron, haga brotar el zacate y florecer la x-jail sin necesidad de ninguna lluvia y nos grite, pa’aliviarnos la sordera: estoy aquí, vengo a cobrar lo que todavía se me adeuda. ”Prepárense a entendérselas conmigo. Todavía así nos quedará un trecho de tiempo pa’escapar o ser perdonados, porque las obligaciones del señor don Eliseo no son nuestras. Si nos atenemos a los primeros y que al grito de vamos a cobrar se llevaron hasta a los perros, vaya una a saber qué otros enredos no aparezcan a pedir que les compongamos y reclamen hasta las paredes. Se llevarán las piedras, la cal y los ladrillos, lo que les dejemos tomar”.

Prisciliana despegó la vista de la mesa, la deslizó por el filo de la hornilla, la rodó entre los guijarros del piso manchado, la fijó en sus piernas deformes y la desplomó hasta los pies metidos en unas sandalias gastadas. Chan Jus se sentó en la otra silla y le agarró las manos con gesto infantil.

Le retuvo los dedos con timidez al principio, con apuro después, para terminar por palmotear su desconsuelo sobre las falanges femeninas, con unas manos agrietadas y sin demostrar mortificación ni alegría, cuando absorbió las palabras de la vieja. Podía, asegurarse que las identificó en el aire, las oteó y siguió como una corriente eléctrica emanada de X-Pris.

“Parece mentira, chel, que aquí mismo se velara al amo don Eliseo hace tan poco tiempo, como que todavía hay regada parafina en el piso y manchas de humo en las paredes o a veces me provoque la peste a flores podridas, ¿azucenas?, ¿por qué no? Aunque nunca fueron sus favoritas, la niña Virginia le llenó el salón de esas flores. Es increíble que nos dejara tan de repente y que Virginia, la pobre niña...”.

El hombre cambió de expresión, endureció sus facciones, hizo temblar el párpado derecho, derramó una lágrima, tesó las venas del cuello y abrió la boca, dejó entrever medio colmillo, aulló, se acercó a la pared y comenzó a descargar puñetazo tras puñetazo en el relleno de piedra.

El hombre se calmó tan repentinamente como empezó su arrebato y se olvidó de golpear la pared, quedó quieto, atento al murmullo de su pecho, escuchando los ruidos de su furia.

X-Pris recorrió con la vista su camisa desabotonada y de mangas cortas, los faldones fuera del pantalón, arrugados y rotos aunque limpios, y lo llamó: “Justo”.

Lo hizo sin ardor en la voz, casi igual a llamar una cosa atrapada en el pasado, un cuerpo que solo dejó su vaho en la habitación y un vacío en la mente. Como los otros asistentes al velorio y tan ajenos a ella, sin despertarle el menor interés por descubrir sus nombres.

“Sabes, chan Jus, a veces pienso si solo fueron cinco los únicos en atreverse a llegar hasta aquí, una finca de malísima reputación, peor comunicada y con un camino como pa’ perderse en el monte en tiempo de sequía o quedarse atascado apenas los aguaceros, que de un color gris el suelo se volvía amarillento o rojizo sin influir la vegetación o el cielo, y nosotros en nuestro dolor tan grande, a esos hombres los aumentamos y llamamos con los nombres que le escuchamos pronunciar al amo don Eliseo, las noches de vela o poco viento y los días de mucho trajín o nublados, así solo se tratara de los mismos y los mezcláramos o combináramos de tal forma que los multiplicamos sin ningún chiste o plan, o si de verdad fueron tantos que todo Beyhualé se atrevió a venir, empujados por saciar su curiosidad maligna y confirmar lo que parecía imposible”.

Chan Jus se observó las manos y trató de no escuchar a X-Pris. Pero en el instante cuando Prisciliana le fijó la mirada en los ojos esquivos, ella titubeó junto al escalofrío que estremeció sus carnes, vibró sus piernas y cundió sus arterias del antiguo escozor.

Afuera, una racha de viento dobló los aguacatales y se estrelló en el costado poniente de la casa, para arrancar de los labios del hombre el murmullo de desolación. Prisciliana se levantó de la silla, se arrimó a la ventana y observó la hojarasca que se estrellaba contra el muro, igual que si el viento tratara de dotar de una nueva piel más colorida a la piedra.

X-Pris se estuvo un rato contemplando las ruinas de la construcción que muchos llamaron nueva. Los pocos arcos que aún se sostenían, las columnas rematadas en contadísimos metros de techo que no se derrumbaron y la única ventana que conservó su armazón de hierro. Algunas paredes con las grietas o los huecos a la vista, además de incompletas insinuaban las partes faltantes, y Prisciliana se olvidó de cualquier tema, tal vez del hombre o hasta de pensar.

De entre esas ruinosas edificaciones, sobresalían como exponentes del deterioro sufrido la chimenea cónica de piedra y altura considerable, amenazada por algunas enredaderas que comenzaban a treparla y a escarbar su superficie, mostrando un tajo en la boca; el esqueleto oxidado y todavía con algunas láminas metálicas y retorcidas, techo de una parte donde se albergó maquinaria y otras cosas importantes o mecánicas; y por último el armazón también enmohecido con la veleta completa en la punta, adonde la trataba de poner por encima de las azoteas, no tanto por alcanzar el aire para mover las aspas y bombear agua del pozo, sino para librarla de la maleza.

El viento en ese mes, soplaba en forma diferente, crecía con fuerza, silbaba por momentos y a capricho para derribar obstáculos, pero aquí se arremolinaba o cambiaba de dirección con tal de sorprender siempre.

Traía a veces sonidos lejanos, voces, ronroneo de maquinaria, silbatazos o truenos.

* Los de Beyhualé le llamaban susut íic (remolino).

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