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Internacional

¿Las comunidades apoyan a los narcos?

Zheger Hay Harb

La nota colombiana

Se vienen sucediendo casos en que comunidades campesinas, algunas de ellas indígenas, se han opuesto a la labor antinarcóticos de la Fiscalía General de la Nación y el ejército nacional.

En Argelia, Cauca, hace ocho días la comunidad impidió el despegue de un helicóptero que había hecho una incautación de cocaína. El helicóptero había aterrizado en la cancha de fútbol del pueblo y unas 500 personas rodearon el aparato, dentro del cual se encontraban 60 militares y funcionarios de la Fiscalía.

Argelia es un municipio de alta composición indígena (Guapios, Telembias y Barbacoas). Hasta 1965 vivían de la fabricación de velas de cera de laurel; en la década de los cincuenta y sesenta fue aumentando su población con la llegada de desplazados por la violencia bipartidista provenientes de distintas regiones y así se fue conformando una nueva cultura en la región. En los años noventa, ante el deterioro de la situación económica de los campesinos, aparecieron y se generalizaron los cultivos de uso ilícito y empezó a sentirse la violencia de las antiguas FARC, el ELN, los grupos paramilitares y el ejército.

El Estado se ha hecho presente casi exclusivamente con la acción militar que a partir del auge de la coca se intensificó de tal manera que es la única presencia del nivel central que reciben sus habitantes.

Dos días después de los hechos de Argelia, en Patía, un municipio cercano, los campesinos se tomaron la carretera principal para impedir que se llevaran capturado a un supuesto guerrillero del ELN: rodearon el vehículo, lo rociaron con gasolina y lograron liberarlo.

Estos hechos tienen como base la situación del campesinado, la lentitud del Estado en implementar la erradicación manual de cultivos de uso ilícito tal como se pactó en el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, con sustitución por otras fuentes de subsistencia.

La coca es el único cultivo que les resulta rentable porque los traficantes les compran la producción al pie de la mata y no tienen que atravesar el viacrucis que viven con otros cultivos, que no alcanzan a llegar al consumidor en buen estado por ausencia de vías de comunicación aptas, lo cual hace muy lento su transporte y aumenta el precio de venta hasta el punto de no hacerlo competitivo.

El Estado conoce esa situación pero los años pasan y las soluciones no aparecen.

Los más fuertes compradores son los carteles mexicanos, no sólo el de Sinaloa sino ahora uno denominado Jalisco Nueva Generación y rezagos de Los Zetas, que están creando y armando bandas criminales con ayuda de las cuales sacan unas 500 toneladas anuales de cocaína.

Ante el reinicio de la fumigación de esos cultivos con glifosato, los campesinos se unen porque ya tienen la experiencia de que con ella hacen poco para erradicarlos pero sí en cambio acaban con sus huertas de subsistencia.

Los campesinos se unen en estos casos como medio de protección ante la retaliación que saben les llegará por parte de los carteles, se sienten protegidos por la guerrilla del ELN que piensan puede ser la barrera de contención contra ellos, pero de todas maneras, y sin otra salida a la vista, acaban a merced de los actores armados.

Sólo el cumplimiento de los planes de posconflicto para aportar soluciones reales, con proyectos productivos que de verdad representen una solución a las necesidades de las comunidades, puede garantizar la presencia del Estado, militar y civil, como garante de los derechos de los ciudadanos, que de esa manera no tendrían que buscar en grupos ilegales la protección que éste está obligado a brindarles.

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