Por Jorge Gómez Barata
Por la variedad de los temas abordados, incluidos el balance del desempeño de la economía en 2018, el plan para 2019 y el debate del texto constitucional, las recientes sesiones del Parlamento cubano fueron las más intensas que se recuerdan. En medio de un cuadro económico adverso, el presidente Díaz-Canel se mostró a la altura de las circunstancias, exponiendo ideas nuevas cuya aplicación permitirían pasar de una estrategia de supervivencia a otra de desarrollo.
Junto a las habituales manifestaciones de satisfacción por lo realizado, y las expresiones de optimismo cooptadas por el crudo realismo de los números de una economía que debió crecer entre 4 y 5 por ciento, se planificó para el dos y en realidad lo hizo al 1,1 el Presidente lanzó la idea de intentar un repunte económico por medio de la integración de la economía estatal con el incipiente sector privado y la inversión extranjera.
En la triada considerada por el mandatario, lo decisivo es el aporte de capital extranjero que hasta el presente no se moviliza, entre otras cosas porque significa una cierta alianza con las empresas estatales, cosa que Estados Unidos no permite y que tal vez, con una apertura más decisiva, pudiera lograrse.
Contradictoriamente, en los debates asociados a la reforma constitucional se manifestó una fidelidad obsesiva a algunos preceptos que, incorporados a las esencias de la cultura política cubana, funcionan como dogmas. Entre ellos figura la propiedad estatal de los “medios fundamentales de producción”, una categoría de la economía política, vagamente definida, convertida en vademécum ideológico y cuya defensa “outrance”, pudiera obstaculizar la inversión extranjera y sobre todo el crecimiento del sector no estatal, especialmente en la esfera productiva.
Un país que se esfuerza por incrementar la participación foránea en su economía, que desde hace décadas comparte con transnacionales la explotación del petróleo y el níquel, ha creado una zona especial, pone sus hoteles en manos de administradores extranjeros y concede a los capitalistas de afuera todo tipo de facilidades ofertándoles una abultada cartera de negocios, a la vez ejercita una retórica que niega esos esfuerzos incurriendo en la contradicción de camelar y repudiar, a la vez al mismo sujeto.
Durante años se ha obviado el hecho de que el crecimiento del sector estatal de la economía cubana tiene un origen circunstancial no doctrinario. Por ejemplo, la Ley de Reforma Agraria, la más revolucionaria de las leyes revolucionarias, no concedió ni una pulgada de tierra al Estado; la de Reforma Urbana otorgó la propiedad de las viviendas a quienes las habitaban y no al gobierno, y la nacionalización de las industrias, grandes comercios y empresas extranjeras y nacionales se debió a situaciones políticas derivadas de la agresividad estadounidense y no a un credo.
Por otra parte, el obsoleto parque industrial cubano, es decir los medios de producción cuya integridad y carácter social se defiende, son antigüedades de las cuales ningún socio extranjero intentaría apropiarse. Al ingresar al país los inversionistas de afuera, con los capitales, deberán internar tecnologías y herramientas contemporáneas.
El presidente Díaz-Canel parece haberse percatado que, al buscar caminos para sacar al país de la parálisis económica que le impide crecer, es preciso arrojar lastre y deshacerse de la ganga formada por elementos ideológicos y pseudo científicos que no evitaron el colapso soviético, pero tienen potencial para impedir el avance del socialismo.