Pedro Díaz Arcia
La Casa Blanca está sumida en una virtual guerra de guerrillas entre un grupo no determinado de los subordinados directos del presidente, sujeto a las veleidades de su Comandante en Jefe. El artículo anónimo publicado por el diario The New York Times sólo actuó como un catalizador para acentuar los peligros.
Algunos analistas coinciden en que lo más importante no es descubrir al autor sino la esencia de su mensaje. Por mi parte, creo que otro ángulo trascendente en el análisis es que hay muchos topos en la madriguera: un ejército de funcionarios que pululan en los corrillos del gobierno y que tratan de evitar que el mandatario perjudique los intereses vitales de la nación.
Ante tal desconcierto, muchos se preguntan si los comandantes militares estadounidenses pueden rechazar una orden que venga del presidente, y bajo qué circunstancias. Según CNN, la única base para desafiarla es que sea “ilegal, inmoral o poco ética”. Pero si algo sobra en la administración de Donald Trump es el irrespeto al derecho internacional, acompañado de una vulgar inmoralidad y una ética pisoteada hasta el cansancio. Es decir, no faltarían razones para que militares, con responsabilidades de primer nivel en las distintas ramas del Ejército, puedan poner un alto a decisiones que no tienen fundamento en las leyes.
Al hablar públicamente sobre el tema en noviembre de 2017, el general John Hyten, máximo comandante nuclear de Estados Unidos, afirmó que rechazaría una orden de Trump para un ataque nuclear si fuera “ilegal”. No por gusto se celebró ese mismo mes una audiencia del Comité de Relaciones Exteriores del Senado sobre la autoridad del presidente para utilizar armas nucleares, la primera de ese tipo realizada en el Congreso en más de 40 años.
Un botón de muestra sobre el peligro es la presunta propuesta de Trump al secretario de Defensa, James Mattis, de asesinar al presidente Bashar Al Assad para poner fin al conflicto sirio. El reciente libro del periodista Bob Woodward plantea que luego del presunto ataque químico en la provincia de Idlib en abril de 2017, el presidente le habría dicho por teléfono a Mattis: “¡Matémoslo de una puta vez!”. Una espantosa orden de tinte esquizofrénico.
Donald Trump aseguró hace pocos meses que las tropas de su país se retirarían del país árabe; pero una nueva estrategia surgió como por arte de magia y ahora se prevé prolongar esa presencia por tiempo indefinido. Nada bueno para la estabilidad en la región.
Los líderes de Irán, Turquía y Rusia se reunieron a principios de mes en Teherán para lograr consensos sobre la crisis siria; y aunque sus intereses no siempre son los mismos, tener a Estados Unidos como enemigo es un factor que los ha unido para enfrentar las sanciones y la intromisión en sus asuntos internos. En una declaración conjunta los gobernantes reiteraron su apoyo a Siria y al establecimiento de la paz sobre la base de la resolución 2254 del Consejo de Seguridad de la ONU.
La cumbre tripartita, de particular importancia para Medio Oriente, abordó lo relativo a la liberación de la provincia de Idlib, de carácter estratégico y en manos terroristas; sin embargo, Washington y sus aliados la consideran una “zona de resistencia”. No es posible obviar que en el territorio del país árabe confluye el Ejército sirio, con fuerzas de Rusia, turcas, estadounidenses, combatientes de Hamas, de grupos terroristas y la intromisión periódica de Israel.
Siria es un foco de incalculable riesgo. Y no hay que olvidar que Estados Unidos está en el umbral de las elecciones de noviembre.
Ante la posibilidad de que los demócratas puedan recuperar la Cámara de Representantes; Trump buscó exacerbar a sus seguidores al asegurarles que si él es acusado la culpa será de ellos “porque no salieron a votar”. Y advirtió que Estados Unidos se convertiría en un “país del tercer mundo” si se establecería una hipotética acusación en su contra.