Pedro Díaz Arcia
El artículo II de la Constitución de los Estados Unidos, en su cláusula 6, establece que por destitución, renuncia, fallecimiento o incapacidad del presidente para cumplir con las facultades y los deberes de dicho cargo, éste será ocupado por el vicepresidente; y en el caso de que tanto el presidente como el vicepresidente debieran ser sustituidos por alguno de esos motivos, el Congreso podrá determinar mediante una ley qué funcionario desempeñará la Presidencia, la cual ejercerá hasta que la incapacidad, de ser ese el motivo, cese o haya sido elegido un nuevo presidente.
Cuando el noveno gobernante estadounidense William Henry Harrison, murió en el ejercicio del cargo en 1841, la interpretación del texto constitucional generó una gran controversia respecto a si el vicepresidente John Tyler debía ser nombrado presidente “de jure” (“de derecho”) o si heredaba los poderes, siendo sólo presidente interino. Muchos senadores consideraban que debía tener el derecho a ser presidente interino hasta nuevas elecciones.
Sin embargo, Tyler juró el cargo, creando un polémico precedente hasta que la Vigesimoquinta Enmienda reguló que si el puesto queda vacante, el vicepresidente asume la presidencia. Lo que permitió que Millard Filmore, Andrew Johnson, Chester Arthur, Theodore Roosevelt, Calvin Coolidge, Harry Truman y Lyndon Johnson accedieran a la Casa Blanca.
Recordemos, una vez más, el escándalo Watergate que provocó la renuncia del presidente Richard Nixon en agosto de 1974 ante las pruebas, entre otras, de obstruir la justicia al ordenar al FBI que suspendiera la investigación sobre las “escuchas” instaladas en la sede del Partido Demócrata. Una semejanza con las ordenanzas de Donald Trump respecto a la “trama rusa” no es pura coincidencia.
Al día siguiente de abandonar el cargo, Nixon fue sustituido por su vicepresidente, Gerald R. Ford; cuya primera decisión fue exonerarlo de cualquier responsabilidad penal.
¿Se convertirá Trump en el primer presidente estadounidense en salir del Despacho Oval por destitución?
Para lograrlo habría dos vías: por “incapacidad para el puesto”, recurriendo a la citada Vigésimo Quinta Enmienda; o al proceso de destitución contemplado en el Artículo II, Párrafo 4, que contempla interponer una demanda por “traición, soborno o cualquier otro delito y conducta”. Es un proceso jurídico que necesita de una decisión política.
Ambas opciones necesitan el apoyo de dos tercios en el Congreso, en manos republicanas. Si se intentara sacarlo del cargo por incapacidad, basado en al Artículo 25, su propio gabinete y el vicepresidente tendrían que aprobarlo, lo que parece impensable.
De ganar los demócratas el Legislativo en la contienda electoral de noviembre, aun así sería difícil llevar al mandatario a juicio pues los indicios tendrían que ser probados; y, de lograrse, quizá el tiempo no alcanzaría para que abandonara el cargo antes de las próximas elecciones presidenciales.
Pero si se diera el “milagro”, entonces lo sucedería Mike Pence, un republicano neoconservador que lo apoyó en la contienda de 2016, luego de abandonar al candidato evangelista Ted Cruz. Además, tiene la deshonrosa deuda con Trump de haberlo convertido en el cuadragésimo octavo vicepresidente de Estados Unidos.
¿Qué haría el ex gobernador por Indiana si Trump se viera obligado a renunciar al cargo?
¿Sería como cambiarle la correa al caballo? Habría que ver.