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La más antigua plaza habanera

Por Marina MenéndezFotos: Lisbet Goenaga(Especial para Por Esto!)

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LA HABANA, Cuba, 22 de septiembre.- Dos jóvenes improvisan una clase de baile al son de la música criolla que suena desde la cafetería vecina, un señor lee el periódico, y hay abuelos que se protegen bajo los árboles del implacable Sol, mientras los infaltables turistas se toman una foto…

Si en algún sitio emblemático de La Habana Vieja puede palparse el carácter cultural pero también social de la restauración que lidera Eusebio Leal es aquí, en la Plaza de Armas: la más antigua de las plazas habaneras, la primigenia, pues en torno a ella empezó a edificarse la que más tarde sería capital de la isla.

Seguramente fue esa condición fundacional la que indicó que éste resultara también uno de los primeros sitios en recibir la benefactora mano de la recuperación, acometida a fondo con la proclamación de La Habana como Patrimonio de la Humanidad, a mediados de los años de 1980. Un proceso que el actual titular de la ONU, el portugués Antonio Guterres, aplaudió durante su visita a Cuba, en mayo pasado.

“Estuve aquí hace unos 20 años y no podía imaginar que incluso con todas las dificultades de Cuba desde el punto de vista económico, con el bloqueo, fuera posible hacer esta labor”, comentó, admirado.

Para los cubanos que durante décadas vimos a estos sitios esplendorosos en la decadencia que propicia el abandono, el renacimiento de La Habana Colonial es una satisfacción que se corona cuando se comprueba que el entorno y su gente siguen teniendo esos lugares como suyos, y convive y en ellos con el turista, que tanto los visita.

“No se trata de restaurar para crear un centro turístico —ha explicado recientemente Leal en una entrevista, a propósito de la recuperación de La Habana Colonial—, sino para preservar la cultura y al mismo tiempo, para que las familias que habitan aquí puedan mejorar sus condiciones de vida”.

Tanto como en las casas, recompuestas junto a los sitios históricos, o las nuevas viviendas construidas, ese concepto se respira en la Plaza de Armas, un mediodía cualquiera.

A esa hora resulta difícil hallar una banca vacía. Vienen propios y “extraños”. Pero destacan entre los de casa quienes pertenecen al vecindario, como Elías, quien a esta hora gusta hojear aquí la prensa…

Quizá sea la frescura y sombra que proporciona la arboleda lo que más atraiga a unos y otros, y convierta a esta plazoleta en sitio peculiar que destaca sobre sus vecinas: la de la Catedral, más pequeña y localista; la de San Francisco de Asís, con esa sensación de espacio abierto que ofrece el cielo despejado arriba y la presencia de las palomas, y la Plaza Vieja, con los nuevos comercios por doquier, y un ir y venir de visitantes que la hacen portadora de un aire más cosmopolita.

Una fue erigida casi a la misma altura que la otra y todas frente al Malecón, seguro por la garantía que significaba la cercanía del puerto cuando todo llegaba en barcos a la colonia.

O tal vez, sea cierto ambiente íntimo lo que haga que muchos prefieran la Plaza de Armas para conversar o tomar el fresco teniendo la arboleda por techo, y escenario como es de un recogimiento posible a pesar del relativo “bullicio musical” y de los importantes edificios que la rodean; evocadores, cada uno, de un pedazo de la historia de Cuba.

Por un lado está el Castillo de la Fuerza, primera edificación “institucional” erigida por España al fundarse la ciudad y a la que este parque debe su nombre; muy cerca de él se ubica la sede de la Intendencia, conocida como el Palacio del Segundo Cabo y que se construyó mucho después.

A un costado desafía el tiempo El Templete, donde tuvieron lugar la primera misa y el primer cabildo habaneros y, casi perpendicularmente frente a éste, preside la manzana el Palacio de los Capitanes Generales, sede del Gobierno por más de un siglo.

Amelia, una mujer de la tercera edad que luce con orgullo sus canas, ha venido en una excursión con sus compañeros del círculo de abuelos de la comunidad, quienes hicieron aquí una parada de descanso.

En su opinión, esta es “la plaza más acogedora y bonita. Vengo siempre que puedo”.

Un paseo famoso

Cuentan que para los años de 1800, la Plaza de Armas llegó a ser un sitio de paseo y reunión tan frecuentado como lo sería después el Prado, lo que explica que hasta la célebre cubanita conocida como Condesa de Merlín (en atención al título que le llegó de su esposo francés) le otorgara palabras de elogio, luego de visitarla en un viaje a Cuba que ella llevó a la literatura.

Acostumbrada a los salones de París, donde vivía, la Condesa halló, no obstante, a la Plaza de Armas como un “paseo encantador y enteramente aristocrático”, y consideró que las reuniones públicas tenían allí “un aspecto de buen gusto exclusivo del país; nada de chaqueta ni de gorra: nadie viste mal; los hombres van de frac, con corbata, chaleco y pantalón blancos; las mujeres con trajes de linón o de muselina: estos vestidos blancos que respiran coquetería y elegancia, armonizan perfectamente con las bellezas del clima, y dan a estas reuniones el carácter de una fiesta”.

Sin embargo, el nacimiento de este hermoso recinto abierto y cuadrado estuvo ligado a la vida militar, cuando los jefes españoles asentados en el Castillo de la Fuerza, allá por los años de 1560, diseñaron un gran espacio abierto en torno a la fortaleza para almacenar el armamento, y que luego dedicaron a ejercicios militares.

Pero se asegura que, a pesar de ello, ese fue siempre punto de cita de los primeros habitantes de La Habana. Sobre todo, cuando en torno al parque se fueron construyendo las sedes de las instituciones principales de la villa, incluida la Iglesia parroquial mayor, predecesora de la Catedral, que se erigió después a unos 400 metros de distancia.

Esa predilección de los pobladores convirtió a la Plaza de Armas en sede de todo tipo de acto público y marcó, seguramente, la preferencia que los habaneros le seguimos profesando hoy.

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