Alfredo García “No hay motivos para el regocijo o el consuelo. Lo que está en juego es la democracia”, declaró solemnemente Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, tras presidir la votación que aprobó con 232 votos a favor y 196 en contra, las reglas del proceso que puede culminar con la destitución del presidente Donald Trump.
La votación legislativa indicó el comienzo de un pulseo de fuerzas en bloque demócrata-republicano, que no reveló las grietas dentro de los republicanos por el arbitrario proceder del presidente, ni el oportunismo de los demócratas frente a las evidencias sobre los desmanes internacionales del presidente que precedieron a la votación.
Es la cuarta vez en la centenaria historia política de Estados Unidos, que el Congreso inicia un pleito similar. Tras el asesinato del presidente Abraham Lincoln, su vicepresidente, Andrew Johnson, asumió la presidencia. Su política de reconciliación hacia los Estados que se había separado de la Unión y su veto a proyectos de ley sobre derechos civiles, provocó una disputa con la mayoría republicana en el Congreso. El rechazo de Johnson al nombramiento del secretario de Guerra, detonó el inicio de un juicio político contra el presidente el 24 de marzo de 1868, que fue aprobado con 126 votos a favor y 47 en contra. El proceso duró 8 semanas. Finalmente, Johnson fue absuelto por el margen de 1 voto en el Senado.
En octubre de 1998 tras meses de controversia sobre una relación “impropia” del presidente, Bill Clinton, con Mónica Lewinsky, empleada de la Oficina de Asuntos Legislativos de la Casa Blanca, negado primero y aceptado después por el presidente, la Cámara de Representantes con mayoría republicana voto a favor de iniciar el proceso de juicio político contra Clinton por perjurio ante un jurado investigador y por obstrucción de la justicia. El juicio en el Senado comenzó el 7 de enero de 1999 y duró cuatro semanas. Unos consideraban un mal comportamiento político. Otros un error humano. El 12 de febrero de 1999, el Senado votó sobre ambos cargos y al no alcanzar los 67 votos necesarios, absolvió a Clinton, quien terminó con un alza en su popularidad.
En febrero de 1974 la Cámara de Representantes inició el procedimiento de juicio político contra el presidente, Richard Nixon, acusado de encubrir su participación en una actividad ilegal de Inteligencia en las instalaciones del Comité Nacional Demócrata, conocida como “Watergate”. La Comisión de Asuntos Jurídicos aprobó tres cargos contra Nixon: obstrucción de la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso. Una grabación confidencial demostrando la participación del presidente en el encubrimiento de la intrusión contra el Partido Demócrata, obligó a Nixon a renunciar el 9 de agosto de 1974 antes de que se llevara a votación en el Congreso. Los tres casos fueron motivados por presuntos delitos puntuales. Sin embargo en el caso de Trump, el supuesto delito es más grave, porque supone un crimen contra el sistema democrático de EE.UU.
Al escándalo político seguido por las maniobras de Trump con el presidente de Ucrania para investigar al exvicepresidente Joe Biden y su hijo con la intención de perjudicar electoralmente a su rival político en las próximas elecciones, se agregó la “diplomacia paralela” que practicó Trump con su abogado personal y ex alcalde de New York, Rudy Giuliani, convertido en “canciller encubierto” para ilegales gestiones de “diplomacia” coercitiva contra el gobierno ucraniano.
Sorprendido con las manos en la masa, aunque todavía no lo sabe, Trump se considera “víctima” de “la mayor caza de brujas de la historia americana” para buscar apoyo popular. Y tiene razón. A casi 3 años de su mandato, si algo ha dejado demostrado el fatídico presidente, es su condición de “depredador” de la democracia. Y como todo “depredador”, es también víctima.