Internacional

Esclavitud y racismo

Jorge Gómez Barata

La esclavitud no se deriva del racismo, sino al revés. La primera constituyó una formación económica y social que, aunque cruel y despiadada, fue resultado de los procesos civilizatorios, mientras la segunda es una degeneración ideológica destinada a cubrir intereses económicos.

Aunque durante cuatro siglos la trata de esclavos africanos y la esclavitud se practicó en gran escala, todas las naciones del Caribe, las Antillas, Cuba, Brasil, y otros países, en gran medida, superaron la zaga racista dejada por esa degeneración. La única excepción son los Estados Unidos, donde el racismo se recrea y se reproduce con el vigor y la persistencia de las malas hierbas.

En la antigüedad la esclavitud formó parte de una formación económica y social que, cumplido su ciclo, desapareció de los escenarios históricos. No ocurre así con la extemporánea introducción de esa infame práctica en el Nuevo Mundo por potencias europeas, que se internaban en el capitalismo y, necesitados de capital y mano de obra, no solo saquearon a América y esclavizaron a los pueblos originarios, sino que durante cuatro siglos importaron no menos de cincuenta millones de esclavos africanos.

Cazados como fieras y explotados como bestias, no solo por las coronas de España, Portugal, Inglaterra, Bélgica y otras, sino también las democracias republicanas de Francia y los Estados Unidos, fomentándose a escala planetaria la llamada economía triangular, según la cual, con mano de obra africana, en el Nuevo Mundo se producían bienes y materias primas, para ser utilizados y consumidos en Europa.

Al oro y la plata saqueados en los templos y palacios de México, Perú y Centroamérica, y con el metal extraído de las entrañas de la tierra, se sumó el aporte de la papa, el frijol, el maní, el tomate, el chile, el cacao, las maderas preciosas, con las cuales se fomentó la industrialización, la construcción naval, maquinarias, palacios, catedrales, muelles, y talleres que explican el vertiginoso desarrollo del capitalismo europeo, incluso de la Revolución Industrial, que contó con la formidable inyección aportada por América.

Pocas veces se repara en el hecho que entre la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la aprobación de la Decimotercera Enmienda que abolió la esclavitud en 1865, transcurrieron 89 años, durante los cuales la primera república, la primera democracia, y el primer estado de derecho del Nuevo Mundo convivió con la esclavitud.

Entre la prohibición del comercio de esclavos en Estados Unidos en 1810 y la abolición de la esclavitud en 1865, transcurrieron 65 años, en los cuales, para obtener nuevas “piezas”, se liberalizó el apareamiento entre esclavos y esclavas. En ese período, los nacidos de padres y vientres esclavos, de libertos con esclavas, incluso los mestizos resultantes de la refocilación entre amos y esclavas, eran esclavos por nacimiento. De hecho, se organizó la reproducción de aquellos humanos como si fueran recría de bestias.

Falta todavía añadir que, a pesar de la abolición de la esclavitud en 1865 y de la Enmienda 14º, que en 1866 estableció el trato igualitario en el territorio de los Estados Unidos, ante las “Leyes Jim Crow”, entronizadas durante la etapa de reconstrucción del sur, se aplicó la segregación racial, basada en la lógica de “Iguales pero separados”, que se mantuvo durante 100 años, hasta que en 1965 las Leyes de los Derechos Civiles promovidas por el presidente Kennedy y aplicadas por Johnson le pusieron fin a la segregación.

La sobrevivencia de la esclavitud y el racismo en los Estados Unidos se explica por su papel en la economía de plantaciones en el sur, donde los propietarios se aferraron a esa forma de gestionar mano de obra gratuita, y concluida la Guerra Civil se esforzaron por mantener la masa negra en la pobreza, para explotarla tal como lo hacían cuando era esclavos.

En todas partes, aunque con mayor intensidad en Estados Unidos, la esclavitud ha dejado una estela de racismo que se manifiesta de diferentes formas, una de ellas son los prejuicios raciales que constituyen una tarea pendiente, sin cuyo cumplimento ningún pueblo será verdaderamente libre ni feliz.