Manuel E. Yepe
El periodista Andreas Kluth, de la agencia estadounidense de noticias Bloomberg, publicó el once de abril, calificándolo como la opinión de ese medio de prensa y asesoría bursátil, un interesante artículo que comienza refutando lo que califica de cliché engañoso de que el coronavirus trata a todos por igual.
“No es así, ni médica, ni económicamente, ni socialmente, ni psicológicamente porque el Covid-19 lo que hace es exacerbar las condiciones preexistentes de desigualdad dondequiera que llega.
En poco tiempo causará confusión social, incluso levantamientos y revoluciones, predice Andreas Kluth.
“El malestar social ya había aumentado en todo el mundo antes de que el virus SARS-CoV-2 comenzara su viaje. Según dice un recuento, desde 2017 se han producido unas 100 grandes protestas contra gobiernos, desde disturbios de los Chalecos Amarillos (Gilets Jaunes) en un país rico como Francia, hasta manifestaciones contra hombres fuertes en países pobres. Una veintena de estos brotes derribaron a los dirigentes, mientras que otros fueron reprimidos por brutales medidas de represión y muchos más volvieron a hervir a fuego lento hasta el siguiente brote. El efecto inmediato del Covid-19 es atenuar la mayoría de las formas de malestar, ya que tanto los gobiernos democráticos como los autoritarios obligan a sus poblaciones a permanecer encerradas, lo que impide que la gente salga a la calle o se reúna en grupos. Pero detrás de las puertas de los hogares en cuarentena, en las largas filas de los comedores de beneficencia, en las cárceles y los barrios marginales y los campos de refugiados -donde la gente estaba hambrienta, enferma y preocupada incluso antes del brote- se acumulan las tragedias y los traumas.
“De una forma u otra, estas presiones van a estallar. El coronavirus ha puesto así una lupa sobre la desigualdad tanto entre los países como dentro de ellos. En Estados Unidos, algunos de los más ricos se han aislado en sus propiedades o en sus yates de lujo. Un magnate de Hollywood eliminó rápidamente una foto de su barco de 590 millones de dólares de Instagram después de una protesta pública. Incluso los simplemente adinerados pueden sentirse bastante seguros trabajando desde casa, pero muchos otros norteamericanos no tienen esa opción. De hecho, cuanto menos dinero gane, menos posibilidades tiene de poder trabajar a distancia. Al carecer de ahorros y de seguro médico, estos trabajadores con empleos precarios tienen que mantener sus trabajos o empleos de cuello azul (obreros), si tienen la suerte de tenerlos, sólo para llegar a fin de mes. Al hacerlo, corren el riesgo de infectarse y de llevar el virus a sus familias, que, al igual que los pobres de todas partes, ya tienen más probabilidades de enfermar y menos capacidad para navegar por los complejos laberintos de la atención sanitaria.
Por eso, el coronavirus corre más rápido por los vecindarios que son estrechos, estresantes y sombríos. Por encima de todo, mata desproporcionadamente a la gente de piel negra. Incluso en países sin largos historiales de segregación racial, el virus prefiere algunos códigos postales a otros. Eso se debe a que todo conspira para hacer que cada vecindario tenga su propia característica sociológica y epidemiológica -desde en los ingresos medios y la educación hasta el tamaño de los apartamentos y la densidad de población, desde los hábitos nutricionales hasta los patrones de abuso doméstico.
En la zona euro, por ejemplo, los hogares de altos ingresos tienen en promedio casi el doble de espacio vital que los del último de grupo: 72 metros cuadrados contra sólo 38. Las diferencias entre las naciones son aún mayores. Para los que viven en un barrio de chozas en la India o Sudáfrica, no existe el “distanciamiento social”, porque toda la familia duerme en una habitación. No se discute si se deben usar máscaras porque no hay ninguna. Lavarse más las manos es un buen consejo, a menos que no haya agua corriente.
Y así es la cosa dondequiera que aparezca el SARS-CoV-2. La Organización Internacional del Trabajo ha advertido que destruirá 195 millones de puestos de trabajo en todo el mundo, y recortará drásticamente los ingresos de otros 1,250 millones de personas. La mayoría de ellos ya eran pobres. A medida que su sufrimiento empeora, también lo hacen otros flagelos, desde el alcoholismo y la drogadicción hasta la violencia doméstica y el abuso infantil, que traumatizan poblaciones enteras, tal vez permanentemente.
En este contexto, sería ingenuo pensar que, una vez superada esta emergencia médica, los países o el mundo pueden seguir como antes. La ira y la amargura encontrarán nuevas salidas. Entre los primeros precursores se encuentran millones que golpean ollas y sartenes desde sus ventanas para protestar contra su gobierno, o prisioneros que se amotinan en sus abarrotadas cárceles, concluye Andreas Kluth.
(http://manuelyepe.wordpress.com)
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