Por Uuc-kib Espadas Ancona
Las fuerzas políticas no suelen invertir demasiado tiempo o esfuerzo en averiguar por qué ganaron una elección. Entre otras cosas, a mayor convencimiento de las virtudes de una opción, menos curiosidad intelectual despierta su triunfo: era normal, somos la mejor opción, no hay misterio que explicar. Cuando, sin embargo, por cualquier razón, se frustran expectativas de triunfos, especialmente cuando parecen claros, las explicaciones se hacen necesarias. En los escenarios nacional y local, tras la elección del 1º de julio, muchos son los segmentos partidistas que, desde distintas ópticas, analizan sus derrotas, como es lógico para las hasta ayer principales fuerzas políticas del país –PAN, PRI y PRD.
La primera gran tentación es siempre buscar culpables inmediatos, los traidores, los poco comprometidos o los autores de grandes errores electorales. Esto resulta especialmente lógico cuando una fuerza asume que cierta posición política estaba ganada antes de iniciar el proceso, por lo que la derrota resulta inexplicable. Estas líneas de análisis, casi sin excepción, resultan erradas e infructuosas, pues su premisa mayor, la elección estaba ganada, es falsa. Cualquier conclusión posterior basada en ese supuesto carecerá necesariamente de validez.
Una segunda, y cada vez más socorrida explicación, es encontrar qué estuvo mal en las campañas. Se supone que si se hace una buena campaña, si partido y equipo de campaña se desempeñan eficazmente y, especialmente, si hay una buena comunicación con los electores, la elección se ganará. Bajo esta lógica, la explicación de la derrota debe encontrarse en fallas durante la propia campaña. El problema de éstas es, una vez más, que descansa sobre supuestos falsos. La realidad política demuestra, proceso tras proceso, que campañas proselitistas perfectamente diseñadas y ejecutadas en todos sus aspectos son capaces de recibir duras derrotas.
La realidad es que en el estado de ánimo del elector al llegar a la urna pesan mucho más otras cosas que las acciones proselitistas o los conflictos internos de las fuerzas políticas. Estos votantes enfrentan la cosa pública como algo que se manifiesta en sus vidas todos los días, de formas más cercanas o lejanas, pero que conforman sus juicios y actitudes frente a las distintas opciones políticas. De esta manera, en el momento crucial de marcar la boleta, se ven mucho más influidos en sus ideas y emociones por la forma como valoran a un partido en general, y no por lo que las campañas hayan querido dejar en ellos. Esto es precisamente lo que le ocurrió a los antes tres grandes, pero en especial al PRI, que obtuvo el peor resultado de su historia y que perdió incluso posiciones donde se suponía que gozaba de mayoría social, como Yucatán.
La derrota del tricolor –como con sus peculiaridades las del PAN y el PRD– no se explica por lo ocurrido en el ámbito de la opinión pública en tres meses de campaña, o incluso en el año previo a los comicios. El descontento de sus propios votantes que, por ejemplo, lo abandonaron masivamente en sus zonas de mayor influencia en Mérida, revela actitudes ciudadanas maduradas durante años, cuando no décadas. Muchos electores priístas tradicionales cambiaron sus preferencias como resultado de la frustración de expectativas en el largo plazo. Lejos de sus aspiraciones, el tricolor dejó de defender, con el paso de los años, demandas sindicales, demandas de vecinos de zonas populares y necesidades comunes a la población, entre otras cosas, para respaldar las exigencias de los sectores más pudientes de la población. La ruptura no resulta de la mayor o menor credibilidad generada en una coyuntura publicitaria, la campaña, sino del contraste cotidiano entre las necesidades y aspiraciones propias y los resultados ofrecidos por el tricolor. Lo que determina la gran mayoría de las derrotas electorales no es de ningún modo la calidad de la campaña electoral realizada, sino el recorrido estratégico de la fuerza política contendiente.
El PRD quedó sentenciado por su proceso interno de descomposición de veinte años, el distanciamiento de sus demandas fundacionales y el abandono de la confrontación política con alternativas incompatibles con su propio proyecto. El PAN una vez más se vio reducido a la mínima expresión de la derecha social. En una ruta de oportunismos trazable fácilmente hasta el golpe de mano interior de Vicente Fox, previo a la elección de 2000, Acción Nacional no tiene hoy ya gran cosa que ofrecer al más amplio público político, pudiendo tan sólo satisfacer las expectativas de los segmentos más conservadores y hasta retrógradas de la sociedad mexicana. Finalmente, la colosal derrota priísta se explica por más de tres décadas de apartarse de sus raíces populares para abrazar un modelo económico y político decididamente oligárquico, que además sumó las aspiraciones personales de muy destacados militantes de ese partido de alcanzar la condición de plutócrata.
Las campañas electorales pueden, en algunas elecciones muy competidas, decantar el resultado en favor de uno u otro aspirante; lo que no pueden hacer regularmente es transformar el posicionamiento social que cada partido ha consolidado con años de actuación política real. Creer lo contrario sólo lleva a pagar pequeñas fortunas a publicistas, con muy variable grado de profesionalismo, y a corsarios que, bajo distintos ropajes, ofrecen vender la fórmula mágica de victorias ya imposibles.