Iván de la Nuez
Hubo un tiempo –ahora parecerá remoto– en que el “escapismo” fue una de las bellas artes. Amado o vituperado, lo que no puede negarse es que hizo correr tinta y sangre, solidaridad y persecución.
Según la época, régimen político o país, escapistas fueron considerados desde Sócrates hasta los hippies, pasando por Rimbaud, Kafka o Lezama Lima. Un escapista era alguien a quien no le gustaba la realidad y huía de ella a cualquier precio. Hasta el punto de construirse un fortín paralelo –en su casa, en un paraje remoto, en una droga– en el que no había cabida para los problemas “normales” o perentorios a los que había que responder en la vida normal de la gente.
El escapista era asocial –aunque las comunas hippies pueden ser vistas como experiencias de una sociedad alternativa– y, de alguna manera, apolítico: no soportaba esa zona de la vida dedicada a reglamentarla y encaminarla.
El escapista, para decirlo con Umberto Eco, era más apocalíptico que integrado, de ahí que Hitler o Stalin los acosaran con saña. También podía ser alguien no integrado en el mercado, de ahí que huyera de las leyes de oferta y demanda que lo rigen.
Muchas veces el escapismo se comportó como una aristocracia pobre, o por lo menos estética.
En la actualidad, sin embargo, los Estados y las empresas han conseguido lo que no pudieron ni Hitler ni Stalin: pulverizar las vías de fuga. Pero no por prohibición, sino por proliferación. No por supresión, sino por abundancia de presencia. No por esconder el escape, sino por multiplicar el escaparate.
Así pues, no hay nada que no se exhiba, que no se ventile, que no se reproduzca las veinticuatro horas. No hay nada que no esté sujeto a su expansión y no hay ninguna actividad humana que no esté obligada a pasar por alguna red social que acabe recreando la publicidad de sí misma. Da igual si se trata de una compra, una opinión, un fallo vergonzoso, una borrachera, un resbalón.
Todo está a la vista, y no hay paraje, por intrincado que esté, que no termine transmitiendo en tiempo real lo que hacemos en él, incluido escondernos.
¿Desconectarse? ¿Aislarse por completo? ¿Dedicarse a la poesía o la lisergia? ¿Abandonar la poesía o la lisergia?
Nada de eso es posible, porque en algún momento estamos obligados a comer, vestir, comprar agua. Y ahí salta la alarma sobre nuestra vida, nuestros datos, nuestras necesidades, nuestra presencia en el mundo.
Decía Marcel Duchamp que él no era más que “un respirador”. Si hoy viviera, hasta ese acto básico se reproduciría hasta el infinito. Hasta esa bocanada de aire está obligada, hoy, a mostrarse en un escaparate.