Por Iván de la Nuez
Después del “sírvase usted mismo”, el “hágalo usted mismo” o el “contrátese usted mismo”, los tiempos ya marcan el camino del “véndase usted mismo”. Para entendernos, no se trata de “venderse” como fuerza de trabajo o incluso como mercenario (algo en lo que incurrimos más o menos casi todos), sino, directamente, como “marca”.
Como si fuéramos un Michael Jordan, un Lebron James o un Cristiano Ronaldo de andar por casa, nos autopromovemos constantemente, tirando de ese selfi infinito en el que estamos inmersos. Sin mediadores o especialistas, pasamos del ofrecimiento al marketing. De brindar, con más o menos dignidad, nuestra fuerza de trabajo a comportarnos como un “branding” cualquiera. De ser valorados por una entidad relativamente neutral a autovalorarnos (es decir, sobrevalorarnos) de cara al mercado.
Con la fantasía de convertirnos algún día en Bill Gates, el mito de los “emprendedores” ya resulta asfixiante, y la gente no para de anunciarse sin pudor en las redes.
Hasta las ciudades van camino de convertirse en “marcas”, e incluso los países. España, por ejemplo, dedica casi todo un ministerio a su propia “Marca”, mientras Kazajistán ha dado nombre a un equipo de ciclismo (Astana) que ha llegado a ganar el Tour de Francia.
Tampoco es cuestión de olvidar la iniciativa, que una vez comentamos por aquí, de nombrar embajadores en Microsoft o Facebook; o que la empresa de muebles Ikea se haya nombrado a sí misma “República independiente de tu casa”.
Ahora, se ha dado otra vuelta de tuerca y somos las personas corrientes las que nos vemos envueltas en esa mutación. Detrás de este afán -y de esa ilusión de enriquecimiento que no se va a cumplir- encontramos un desplazamiento de la responsabilidad de todos los procesos laborales hacia nosotros mismos. Una innovación en la explotación que no tiene sentido sin la complicidad y hasta el entusiasmo de los propios perjudicados.
Muy bien no debe ir todo esto si atendemos a la brecha cada vez más creciente entre ricos y pobres. O al régimen de castas al que está regresando el mundo, con una movilidad social cada vez menor y una dificultad extrema de los más desfavorecidos para traspasar el umbral social de sus padres.
A esta fase le llaman postcapitalismo, y en ella la autoexplotación viene aderezada con títulos rutilantes de emprendedores o innovadores ocupados en vender a nadie nuestra propia desgracia.