Uuc-kib Espadas Ancona
Y –dependiendo de quién, cuándo o cómo– de dónde se quiera: de México, de Latinoamérica y hasta del mundo. Este orgullo se reproduce, con una amplia gama de matices, en espacios públicos y privados, no siendo menor su presencia en los discursos y publicidad oficiales. Tristemente, como tantas otras bonitas ilusiones, ésta no aguanta el menor contraste con la realidad.
La nuestra es una ciudad desordenada en una amplia diversidad de aspectos fundamentales para la calidad de vida de las personas. Gozamos de lo que probablemente sea el peor sistema de transporte urbano de las capitales y grandes ciudades de México, con posibilidades de competir exitosamente en este terreno a nivel internacional. A lo largo de varias décadas, tiempo realmente fantasioso en la dinámica política y social actual, y transitando exitosamente de gobiernos priístas a panistas, a la inversa y de regreso, el puñado de beneficiarios del duopolio camionero ha impuesto sus intereses a los más de medio millón de usuarios del servicio público que regentean, afectando en realidad a la totalidad de los habitantes de la capital, dadas las complicaciones de tráfico que producen. En estas épocas de calor y lluvias los emeritenses podemos disfrutar de la ideal combinación de calles inundadas, pésima señalización, cables eléctricos expuestos y un pésimo sistema de iluminación pública. De esta forma, conducir de noche –caminar es materialmente irrealizable– en zonas selectas se vuelve una auténtica aventura en la que, de vez en vez, alguien deja la vida. La siempre deficiente pavimentación tiene además serios problemas de diseño general, que simplemente no corresponde a la de una ciudad que anualmente recibe aguas torrenciales. Por lo que respecta a las banquetas, éstas no son sino un conjunto de parches de cemento, sin continuidad entre ellos, cuando los hay, sistemáticamente invadidos por todo tipo de obstáculos que hacen de caminarlas un deporte extremo. De recorrerlas con carriolas o sillas de ruedas, ni hablar. La descripción de problemas urbanos y de deficiencias en los servicios correspondientes puede prolongarse tanto como se desee.
Más allá de ellos, las condiciones económicas de la gran mayoría de la población tienen como efecto directo su exclusión de todo tipo de consumos, reduciéndolos a condiciones de precariedad en terrenos tan elementales como la alimentación y la salud. Los salarios en Yucatán, y Mérida no se exceptúa, están entre los peores del país. En cuanto a la seguridad, es verdad que el riesgo de ser víctima de un delito violento es muchísimo menor que en la mayor parte de México; sin embargo, éste se suple exitosamente por la desproporcionada cantidad de accidentes de tránsito que padecemos. De esta forma, para el ciudadano común, la esperanza de no tener una muerte prematura no es tan alta como suele creerse.
Por lo que se refiere a la belleza de la ciudad, ésta radica más en el amor de sus habitantes que en sus calles. Fuera de algunas estampas del centro que han logrado sobrevivir la depredación ilegal del comercio, la ciudad es espantosa. Baste para constatarlo pasear por la calles de Chuburná, desfigurada por la arbitraria siembra de fraccionamientos, sin más orden que la conveniencia de los desarrolladores, y atiborrada de casas en las que sus escasas áreas verdes han sido regularmente cubiertas de cemento por sus propietarios, por mencionar sólo los rasgos más evidentes. Otro tanto se puede encontrar, con muchas variaciones, en las zonas en las que vive la inmensa mayoría de la población.
Desde luego, como corresponde a una urbe orgullosamente racista y clasista –la mismísima Ciudad Blanca– sus inconvenientes afectan principal, cuando no exclusivamente, a quienes disponen de menores recursos económicos. Realmente, cuando se vive en una casa rodeada de jardines, preferentemente con alberca, y con más coches que habitantes, las rutas de SITUR, las pésimas calificaciones de muchas escuelas públicas en la prueba PISA, o el acoso a mujeres que caminan solas en calles oscuras, le tienen a uno sin cuidado. Pese a ello, en la elite económica se produce duros maltratos internos también en lo urbano, no sólo en lo familiar, lo económico y lo jurídico. Sirva para ilustrar su nuevo e iletrado criterio de elegancia pública contrastar el Paseo de Montejo con la Avenida García Lavín.
Mientras el fraccionamiento de finales del siglo XIX expresa las apetencias señoriales y europeizantes de aquella oligarquía, la nueva avenida refleja la honda creencia de que el ascenso social se encuentra en parecer gringos, y además cada quien por su cuenta. Se produjo así este horrendo mazacote que hacina comercios de diverso tipo, muchos esforzados por hacerse ver en inglés, sin el mínimo criterio de unidad visual –que es básico en el aspecto que ofrece Montejo– con banquetas estrechas que invitan al consumidor, que no paseante, a acudir a un comercio y retirarse, en vez lograr su permanencia y tránsito a otros comercios, y sin ningún atractivo público. Un fallido esfuerzo por replicar en cada rincón lo que se intuye de cien formas diversas como modernidad estadounidense, logrando en el conjunto un monumento al complejo de inferioridad de los herederos, reales o pretensos, de los sátrapas henequeneros y nuevos socios que los acompañan.
Es, por cierto, esta forma de pensar la que genera un pequeño hueco en la noción de la supremacía de Mérida. Nunca se oye decir que la ciudad es mejor que cualquiera de los EEUU. Esto es natural. Es de explorada sociología que un número más que significativo de miembros y sobre todo pochmiembros de la elite de nuestra urbe guarda la íntima frustración de no vivir en no importa mucho qué tipo de poblado allende la frontera.
Mientras tanto, más allá de la fantasía, Mérida sigue siendo una ciudad ingrata, casi hostil, para cientos de miles de sus habitantes.