Jorge Lara Rivera
Como elocuente ejemplo del magro aprendizaje de la humanidad tras tanto horror, justo en el centenario de la firma del Tratado de Versalles (último clavo del ataúd de la Gran Guerra Europea o I Guerra Mundial y huevo de dragón de la II Guerra Mundial), en el hemisferio occidental la busca de imposición de programas ideados para otros pueblos por potencias neocoloniales, logró fisurar ese cascarón de la OEA.
El hecho tuvo lugar en Medellín, Colombia, al inicio de la plenaria de la 49ª Asamblea General de la OEA cuando, por la vía de hechos consumados –que mucho recuerda el desaguisado con la ministra venezolana del Exterior, Delcy Rodríguez, en la 47ª, de Cancún, Q. Roo, debido a la vergonzante conducta entreguista de Luis Videgaray Caso, improvisado canciller de México–, prevalido del cargo de cortesía por representar al país anfitrión, electo para presidirla, el colombiano Carlos Holmes Trujillo, acólito de Iván Duque Márquez, aprobó en la plenaria el informe de credenciales de acreditación de los participantes incluyendo a los de Venezuela, pese a los reparos del delegado por Bolivia, Diego Pary, así como de representantes de Nicaragua y México ante la validación de agentes de Juan Guaidó, dado que Venezuela no es desde abril de este año, un estado miembro del organismo (el presidente Nicolás Maduro solicitó en 2017 la salida de su país).
A su vez Ariel Bergamino, subsecretario de Relaciones Exteriores de Uruguay (país que con México mediante el Mecanismo de Montevideo promovió la mediación entre las partes venezolanas en conflicto, y que luego integró el llamado Grupo Internacional de Contacto de la Unión Europea con Portugal a la cabeza) y los miembros de la delegación de su país se retiraron de la plenaria denunciando que existiendo “problemas graves”, tal fenómenos migratorios, el proceso de paz en Colombia o la persecución de periodistas y líderes sociales y ambientalistas en América, convalidar las credenciales de los representantes venezolanos, ni siquiera debió ser tema para la Asamblea General que debe limitarse a aprobar sólo las credenciales de los representantes designados por sus Estados miembros; lo otro era reconocer de facto un nuevo gobierno de Venezuela.
La Cancillería charrúa adujo que ello “carece de toda legitimidad” e ilustra un “continuo y progresivo deterioro de la institucionalidad de la organización”, un severo cuestionamiento al secretariado general, es decir al también uruguayo Luis Almagro Lemes. En entrevista posterior, el subsecretario Bergamino señaló que apenas en el lobby tras abandonar la sesión, recibió una llamada de Juan Guaidó para saber la razón y alcance de la posición uruguaya que no reconoce la presidencia (de Guaidó) –Televisa maneja que sí– , pero lo considera referente ineludible en cualquier arreglo político venezolano.
El cacareado cuento de que 54 países reconocen al espontáneo autoproclamado “presidente encargado” que patrocinan Estados Unidos y Canadá, obvia que esa cifra es apenas la 4ª. parte de los gobiernos que integran la comunidad internacional, que son evidentes sus inconfesados motivos y que la mitad de los 33 miembros de la OEA reconoce al gobierno constitucional del Presidente Nicolás Maduro y objetan tan descarada injerencia. Los países de la CARICOM –a los cuales Washington ha intentado sobornar–, y desde luego Cuba, rechazan las imposiciones norteamericanas (de Donald Trump y Justin Trudeau).
Este episodio tiene como trasfondo la llegada el lunes, a Estados Unidos, tras 2 meses oculto en Colombia, del desertor Manuel Ricardo Cristopher Figuera, ex jefe de los servicios de Inteligencia de Venezuela, para servir a la propaganda intervencionista desatada por Estados Unidos contra el país suramericano arguyendo tortura a los presos políticos (como en Guantánamo), influencia de Cuba (como la de Washington en Medio Oriente), existencia de células de Hezbollá, protección a la guerrilla colombiana (como el caso Irán-Contras nicaragüense) en Venezuela, narcotráfico (para el mayor mercado de drogas y consumidores de estupefacientes en Norteamérica) y remates ilegales (menos malos que los despojos británicos) a reservas de oro nacionales.
Asimismo, el conocimiento público de la desactivación de nuevos intentos golpistas y magnicidas de Washington y países satélites en Venezuela, contra el presidente, los integrantes de su gobierno y para masacrar a sus simpatizantes a fin de quebrar la moral del pueblo. En otras palabras, la paz que se quiere imponer a la República Bolivariana pasa por mancharla de sangre.