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Opinión

Hubo una noche en México

Por Jorge Lara Rivera

13 de agosto. Se cumplieron ya 498 años de la caída de Tenochtitlan (1521). El duelo por su tragedia no cesa ni termina el lamento de su pérdida. Ni pasará mientras quede memoria en sus hijos, por más que acomodaticios revisionistas de la Historia clamen por un “olvido armonizador” y minimicen el crimen, trivializando la injusticia y el horror que siguió al hecho y que perdura en nuestros días para vergüenza de América.

Tras 90 días de asedio europeo en que fue arrasada México-Tenochtitlan, la prodigiosa obra que llevó 2 siglos realizar a un pueblo empeñoso y afanado en un islote afincado y creciente sobre las aguas saladas del lago (de Texcoco), vestigio de un mar interior evanecido, el testimonio de cargo permanece por voz de los perpetradores, asentada e imborrable en las “Cartas de Relación”, la “Historia Verdadera de la Conquista de México”, la “Crónica Mexicayótl”, las recopilaciones neohumanistas de los frailes y la “Visión de los Vencidos” del Maestro Emérito de México don Miguel León Portilla.

Está claro que cualquier bestia puede destruir, pero construir requiere inteligencia y diligencia humanas. Los efectos nocivos y los perjuicios de la acción bestial contra la creatividad pueden, sin embargo, tardar mucho en ser resarcidos.

Maravilla del mundo, milagro del trabajo de rellenado para ganar espacio al agua, con esplendores que por la singularidad de su traza, calzadas, canales, puentes movedizos y edificios policromos de varios niveles, se medía sin desdoro frente a la arquitectura conocida de Europa y Asia, a decir de veteranos y viajeros: su población alcanzó los 250 mil habitantes en días en que Londres apenas llegaba a 60 mil y por su belleza era comparable a Venecia y a ciudades de Cipango, el bullicio de su mercado en Tlatelolco y la vastedad de sus mercaderías era cosa de asombro, el abasto de agua dulce resultó de un acueducto que ministraba el líquido vital desde Chapultepec, prohijado por los avances de su ciencia –que hoy, neocolonizadores y colonizados, pretenden negar– y sus usos legales que animaron su lustrosa cotidianidad.

Bien, es verdad que una nueva capa urbana suplantó a la deliberada y sistemáticamente arruinada, pero de tanto en tanto los viejos dioses del México antiguo se remueven en su embalsamado sueño de barro haciendo reacomodos en los nuevos palacios y deslizamientos en el caos citadino.

Serían las 3 de la tarde cuando resonó por vez última el caracol de la Guardia de la ciudad que anunciaba la partida de Cuauhtémoc, el 11º hueytlatoani tlactocatzini de Anáhuac, héroe nacional nuestro a pesar de la derrota y de la malquerencia y denuestos de revisionistas que reduccionistamente lo quieren “perdedor” porque su hazaña en el tiempo y el espacio es moral, algo ininteligible para el rasero mercantilista. Al cabo sería aprisionado, vejado con tormento –a pesar de que las leyes españolas prohibían expresamente aplicar tortura a los príncipes y reyes– por motivos viles como el pillaje, cautivo por un año y finalmente asesinado (en la horca) tras un sumario amañado acusado de planear una sublevación.

Se cerraba entonces un capítulo de la milenaria historia de México, caía una larga noche sobre sus pueblos originarios que se prolongó hasta que la madrugada del 16 de septiembre de 1810 el padre Hidalgo hiciera repicar la campana de la iglesia de Dolores, para llamar a los hijos de la Patria a reclamar la recuperación de nuestra soberanía, y cuya oscuridad sólo empezó a disiparse el 1 de diciembre de 2018 cuando desde las rodillas, en el corazón de su plaza mayor, la Presidencia de la República acompañó el levantamiento de una nueva esperanza para todos.

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