Jorge Canto Alcocer
En 1989, poco después de la caída del Muro de Berlín, el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó su célebre artículo “El fin de la historia”, en el que proclamó la conclusión universal del debate político-ideológico, con el triunfo definitivo del capitalismo neoliberal. En los meses y años subsecuentes, esa idea cobró la forma de “pensamiento único”, y se convirtió en paradigma en muchos ámbitos sociales, incluido el mundo universitario. No afectó, por supuesto, a los historiadores, antropólogos y politólogos serios, acostumbrados a este tipo de desplantes, pero sí a los administradores y pedagogos universitarios, quienes desde principios de la década de 1990, se dieron a la tarea de ahormar sus instituciones a las necesidades del capitalismo más brutal y salvaje que se conozca.
Hoy en día nadie toma en serio la tesis de Fukuyama. Vaya, hasta él mismo se ha deslindado de ella, admitiendo la eterna dialéctica de la historia humana. Pero las universidades mexicanas, como la abrumadora mayoría de las instituciones de educación superior en el mundo entero, continúan gestionándose como si su único objetivo fuera formar mano de obra barata para las empresas globales, como si la única realidad fuera la del dominio absoluto del mercado, y como si su único compromiso fuera con el capitalismo depredador.
En aras de ese pensamiento, nuestras universidades comenzaron, desde aquellos tiempos del surgimiento del “pensamiento único”, a crear inmensas estructuras administrativas para controlar el ámbito académico. Poco a poco, en la medida en que aquel pensamiento se volvía hegemónico, las plazas y recursos para docencia e investigación se fueron paralizando, a la vez que surgían departamentos de planeación, control, seguimiento, evaluación y demás zarandajas. Aquellas monstruosidades comenzaron a consumir la mayor parte de los recursos de las universidades tradicionales, pero en las de nueva creación, sobre todo en las surgidas después del 2000, lo administrativo y de gestión pasó a consumir casi todo, dejando sólo migajas para lo que debería ser el leitmotiv de la educación superior.
Por eso, cuando las universidades públicas comenzaron a plantear presiones al gobierno de AMLO, a fin de conseguir ampliaciones presupuestales extraordinarias para 2019 y aumentos exorbitantes para 2020, el presidente con todo tino externó su negativa. No se trata de no atender las necesidades del sector, mucho menos de restar importancia a un aspecto crucial para la transformación de México. Se trata, precisamente, de llevar la transformación al mundo universitario, y de que nuestras instituciones, en ejercicio de su autonomía y de una profunda autocrítica, realicen los ajustes imprescindibles para aumentar su calidad, cobertura y eficiencia, adoptando los cambios requeridos para volver a dar prioridad a la docencia y la investigación, desechando los obsoletos planteamientos del “pensamiento único”.
Nos parece muy adecuada la estrategia del gobierno federal en el tema. Bien podría, como se ha hecho en el pasado, forzar un acuerdo cupular y presionar por diversas vías para su cumplimiento; o iniciar –como también se ha hecho– una campaña mediática de satanización para lograr el objetivo de una administración más racional de los recursos. La tarea nos queda a nosotros, los universitarios de base, sin imposiciones ni condicionamientos. El tema no es peccata minuta: la transformación del país está en juego, y lograr universidades populares, con programas educativos pertinentes, de gran cobertura y mayor calidad, es un objetivo ineludible.