Uuc-Kib Espadas Ancona
Esta semana, el partido más votado del país, Morena, realizó un congreso nacional que relevando a Yeidckol Polevnsky como presidenta en funciones (en el 2015 fue electa como secretaria general), eligió para el cargo, en calidad de interino, a Alfonso Ramírez Cuéllar. Sin dilación, la destituida proclamó la ilegalidad del congreso y llamó al diálogo a su oponente, que respondió con un llamado semejante. Se trata del momento más álgido de un complejo conflicto que creció a lo largo de meses y que ha hecho salir a la luz pública una serie de desórdenes y problemas graves en el nuevo pero poderoso instituto político. Sin entrar al análisis de las particularidades jurídicas en las que esta nueva confrontación se ubica, vale la pena analizar los factores políticos que han incidido en él y que desde luego marcarán el proceso que seguirá en lo inmediato, así como el desarrollo general de morena en el corto plazo, es decir, a lo largo del sexenio de López Obrador y en la perspectiva de la elección presidencial del 2024.
La dinámica de confrontaciones y la generación de facciones actuantes al interior del partido es, en términos generales, una característica de cualquier partido político. Más allá de la prosecución de sus distintos objetivos institucionales, en todos hay contradicciones tanto sobre el rumbo táctico y estratégico de la organización, como en las aspiraciones individuales y grupales de ocupar espacios de poder. Sin embargo, la intensidad y notoriedad pública que éstos adquieren el día de hoy en Morena no son típicos de ese tipo de conflictos en general, pero sin duda remiten a procesos muy semejantes que tuvieron lugar en el Partido de la Revolución Democrática en las tres décadas previas. El choque actual, por su parte, remite de manera casi inevitable al que tuvo lugar en el PRD en el 2008, en torno a la elección de su presidente nacional. Dos facciones irreconciliablemente opuestas que reclaman para sí la legalidad y la legitimidad de ocupar la dirección nacional de un partido cuyos instrumentos de consenso y coerción son ya incapaces de contener la confrontación en su interior, y que recurren a instrumentos jurisdiccionales para dirimir la querella, con durísimas acusaciones públicas recíprocas. En diversos sentidos, el capítulo del conflicto morenista que hoy testificamos es una reedición, un remake que le llaman, de una película que ya vimos.
Aquel choque en el PRD expresaba conflictos de larga data entre sus facciones y personalidades, y al mismo tiempo las profundizó de manera, como se vio poco después, definitiva. Tras la elección del 2008, que marcó el paso final del control partidista a la corriente de Los Chuchos –oficialmente Nueva Izquierda– ese partido quedó irreparablemente fracturado. A partir de ese momento, no teniendo las distintas corrientes más opción que aceptar la hegemonía chuchista, comenzaron a madurar las condiciones que, tras la elección de 2012, permitieron a López Obrador escindir amplios segmentos de su dirigencia y militancia para dar cuerpo a su personal proyecto de organización electoral, Morena.
La versión 2020 de la película, sin embargo, presenta también importantes diferencias con el filme de 2008. Lo primero que salta a la vista es que ese nivel de descomposición requirió de veinte años para ser alcanzado por el PRD, en tanto que a Morena le bastaron catorce meses en el gobierno. Esto se explica, sin duda, porque en las condiciones actuales la perspectiva de alcanzar posiciones de poder principalísimas, como la propia Presidencia de la República, es perfectamente realizable para los militantes de este partido, cosa que nunca ocurrió para los de aquél. Los plazos de la lucha interna y la premura por desplazar a los adversarios son por tanto muchísimo más apremiantes de lo que eran en 2008. En aquel año, en el PRD, los contrincantes buscaban posiciones políticas que, en el mediano plazo, llevaran al logro de metas particulares o colectivas. En Morena de 2020, por el contrario, el mañana está, en términos de los objetivos políticos a los que los partidos actuales ponen atención, en otra era; la lucha es por el logro de posiciones hoy mismo, que es cuando colectivamente se está en el poder. Quien resulte presidente tras este conflicto será una pieza clave, no de la distribución de espacios partidistas, sino del acceso al poder del Estado en, al menos, las próximas dos elecciones. La perspectiva de esperar, como en el PRD de 2008, a un acomodo tres años después carece de todo sentido en Morena en 2020. Esta lucha por el poder no es a futuro, no tiene mañana, y así se le disputa.
Este factor fundamental del agravamiento del conflicto interno, además, se intensifica por razones estructurales con efectos de mayor alcance temporal. Hasta julio de 2018, el objetivo de llevar a la presidencia a López Obrador subordinaba de manera casi absoluta cualquier otro. Esto permitió tanto aplazar diversas aspiraciones personales de multitud de militantes, como limitar, que no impedir, la generación de facciones y, sobre todo, atemperar casi totalmente los conflictos entre ellas, limitando al tiempo la expresión pública de esas contradicciones. Alcanzada la Presidencia, Morena enfrenta un escenario radicalmente distinto. Por una parte, su dirigente principalísimo ya no tiene en el partido su espacio fundamental de acción política, pues éste se ha desplazado, evidente y necesariamente, al gobierno; por otra, las metas programáticas de Morena, siempre vagas, hoy no son suplidas por una dirección unipersonal con consenso para definir las líneas de acción partidista momento a momento. Sin la dirección personal y directa de López Obrador, la carencia de un programa político concreto, y con él de objetivos políticos compartidos de largo plazo, es suplida por aspiraciones y ambiciones personales, y por metas grupales inmediatas, centradas en el logro de espacios políticos y no en el desarrollo de líneas programáticas, ni mucho menos en un proyecto compartido para la transformación del país.
No veo la posibilidad de que esta dinámica sea superada, por lo que encuentro muy limitadas las posibilidades de que Morena transite de ser la plataforma electoral de un dirigente popularísimo a convertirse en un auténtico partido político. Muy probablemente este tipo de conflictos sea definitorio de qué personas lograrán, en el corto plazo, encumbrarse políticamente y de quiénes serán arrollados y abandonados en las cunetas del poder. A esto contribuirá el que, si bien Morena fue la indispensable plataforma para que López Obrador llegará a la presidencia, hoy le resulta claramente prescindible, pues dispone de los registros electorales de sus aliados, el PT, el PVEM y de dos o tres de los nuevos partidos en proceso de formación. No tiene por tanto razón ninguna para arbitrar los conflictos partidistas internos, con los costos políticos que esto necesariamente representa.
Mientras tanto, la perspectiva de que en el mediano plazo se consolide en México un partido de izquierda gobernante se disuelve en el aire.