Iván de la Nuez
Los hechos se repiten dos veces en la historia: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Este es un viejo lema de Marx, que aparece como un latigazo en el “Dieciocho Brumario de Luis Napoleón Bonaparte”.
Aunque el maestro sólo había contemplado esas dos repeticiones -la tragedia y la farsa-, lo cierto es que la historia también se ha repetido como estética e incluso como estadística. En los tiempos que corren, cuando llegamos a unas cuantas repeticiones, podríamos decir que los hechos, además, se están repitiendo como virus. Esto en el sentido de “viralidad” tal cual se entiende en la era digital. La contaminación que se extiende por las redes como resultado de noticias verdaderas o falsas, hechos extraordinarios, disparates humanos y animales, accidentes o catástrofes, siempre que hayan sido captados por cualquier aparato que tengamos a mano y ventilado por cualquier red social en la que estemos implicados.
La única jerarquía que conoce esa condición viral descansa en su cantidad. Da igual si se trata de un tweet de Donald Trump o una selfi, del tropezón de un cantante en un concierto o de los malabares de un perro. Los virus suelen estar más conectados con las emociones que con la razón, y necesitan de un grado importante de fanatismo para alcanzar el punto de fusión que los califica como tal.
Cualquier cosa que se extienda como la pólvora alcanza la categoría de “virus”, como a una cierta velocidad del viento se alcanza la categoría de huracán.
Hay una generación para la que ya la palabra virus no remite a una pandemia –o a “eso que anda”, que decían los Van Van–, sino a la propagación de un hecho en la red. Algo que podemos acompañar con la caterva de “Me gusta” y “No me gusta” que sostiene este mundo cuantitativo en el que estamos inmersos.
Estos virus duelen, pero no huelen. Y aunque nos remuevan la cabeza o nos revuelvan el estómago, clínicamente quedamos relativamente intactos de sus efectos, pues gracias a la naturaleza propia de las redes su duración es efímera y pronto aparecen sustitutos...
Hasta que llega un virus de los antiguos. Una epidemia física que escapa del control, se incuba en nuestros cuerpos y se lleva por delante a miles de personas.
Entonces nos percatamos de que estos virus duran más, que no podemos aniquilarlos con un clic y que su desgracia sí se huele en el ambiente.