Opinión

Qué pasa en El Salvador

Michael Vázquez Montes de OcaEconomía Popular

De repente, de forma inesperada, por lo menos para los analistas internacionales, estalló una crisis en El Salvador, como si fuera una réplica a las erupciones volcánicas y terremotos políticos que estremecen actualmente a América Latina y el Caribe y que no es más que el estallido de la energía acumulada por la explotación y la desigualdad acrecentada durante siglos. Hay que tener en cuenta la situación de violencia que vive el 90% de su población, que registró el año pasado 50 homicidios por cada 100 mil habitantes.

En 1992, tras una guerra civil de 12 años con un costo humano de 75 mil vidas aproximadamente, se firmaron los acuerdos de paz que dieron lugar a reformas militares, sociales y políticas, pero no profundizaron en el aspecto social.

En las elecciones celebradas en el 2009 resultó ganador el partido Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), con Mauricio Funes, siendo el primer gobierno de izquierda en la historia del país, que nuevamente vence en el 2014, con Salvador Sánchez Cerén, un ex comandante de las Fuerzas Populares, organización ahora integrante del mencionado FMLN.

En febrero del 2019, el empresario y ex alcalde de San Salvador, Nayib Bukele, del partido Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), junto al de Nuevas Ideas, fue elegido en primera vuelta, rompiendo con la alternancia en el poder entre ARENA y FMLN en los últimos treinta años. Fue una abrumadora victoria, aunque enfrentado a una Asamblea controlada por la oposición.

En las últimas semanas El Salvador ha vivido un clima de tensión, la capital fue militarizada por el gobierno de Bukele, quien buscaba presionar a los diputados y diputadas para aprobar un crédito internacional por 109 millones de dólares, con el objetivo de financiar la tercera fase de su política de seguridad, que sería destinado a la compra de equipamiento para modernizar el aparato represivo (helicópteros, patrullas, drones, equipo de visión nocturna, un sistema de video vigilancia y un buque para combatir el narcotráfico).

La crisis comenzó el 6 de febrero, cuando el Presidente invocó el artículo 167 de la Constitución al citar a una sesión extraordinaria de la Asamblea Legislativa para tratar el consentimiento al préstamo, dio una semana de plazo y en un hecho sin precedentes, elementos de la Policía Nacional Civil (PNC) y de la Fuerza Armada tomaron la misma, con lo que incrementó el desasosiego que se ha mantenido entre el Ejecutivo y el Legislativo.

En respuesta, la Asamblea definió que la convocatoria no estaba fundamentada, pues no se trataba de una emergencia y aprobó un informe que demostraba la improcedencia de tal llamado, por considerarlo una violación de la separación de poderes del Estado; el gobernante afirmó que si los diputados no acudían, incurrían en desacato y el pueblo podría ampararse en el artículo 87 para iniciar una insurrección ciudadana. El escenario se tensionó aún más, al comunicar la Policía Nacional y el Ejército estar “a total disposición del Comandante General”.

El contexto consolida un giro autoritario y fundamentalista. Diferentes organizaciones, rechazaron la militarización, lo calificaron de “intento de golpe” y consideran que la acción viola la Constitución y podría llevar a la “ingobernabilidad”; los principales partidos juzgaron como un “golpe de Estado” la ocupación armada del Congreso ordenada por Bukele y su polémica irrupción al edificio fue rechazada por la sociedad civil; organismos internacionales como Amnistía Internacional y el cuerpo diplomático llamaron a resolver las discusiones mediante el diálogo y el respeto de la independencia de poderes y la oposición exige la intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyo Secretario General, Luis Almagro, un infaltable para legitimar los golpes de Estado, respaldó abiertamente el hecho.

Las alarmas sonaron en otros países y organismos, en tanto el régimen buscaba calmar las aguas, afirmando que respeta la democracia y el Estado de Derecho y justificaba el despliegue armado como una herramienta para dar seguridad al Parlamento y al mandatario, que ha quedado sin mayor apoyo popular y con poco internacional.

El Salvador está ubicado en el litoral centroamericano del océano Pacífico con una extensión territorial de 21,041 km² y más de 7.3 millones de habitantes.

Debido a la guerra civil y al estancamiento nacional de los años 80, el PIB no ha superado aún los niveles de finales de los años 70 en términos de la paridad del poder adquisitivo, aunque ha estado creciendo en un paso constante desde 1992 en un ambiente de la estabilidad macroeconómica.

Su economía ha experimentado una mezcla de resultados, que incluyen la privatización de actividades bancarias, telecomunicaciones, pensiones públicas, distribución eléctrica y una parte de la generación eléctrica, reducción de aranceles, eliminación de controles de precios y una aplicación mejorada de derechos de propiedad intelectual; sus principales industrias son alimentos y bebidas, productos del petróleo, tabaco, químicos, textiles y muebles; hay quince zonas de libre comercio, con la maquila textil fundamental, que proporciona más de 88 mil trabajos directos y como destino turístico, al ser rico en folclore y tradiciones, la artesanía contribuye al desarrollo. Debido a la alta densidad de población y a la temprana explotación del café, los recursos forestales se han reducido a un pequeño porcentaje de la superficie (5.8%, equivalentes a unos 1,210 km²).

En la actualidad, la banca salvadoreña se ha expandido a toda Centroamérica, al igual que la inversión privada, especialmente en el área de servicios. Desde el 2001, el colón dejó de circular, medida apoyada por la población debido al fuerte efecto de las remesas (un 17.1% del producto interno bruto) y criticada por sectores de izquierda que consideran que la dolarización favorece al interés de las empresas del sector financiero.

El Salvador fue el primer país en firmar e implementar el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (CAFTA) y también participa en otros con México, Chile, la República Dominicana, Panamá, Colombia y Taiwán y está negociando nuevos con Guatemala, Honduras, Nicaragua y Canadá.

El modelo liberal implantado, de acuerdo a muchos académicos, ha generado resultados mixtos a nivel macroeconómico; existe una pequeña porción que se han visto beneficiada y ha tenido un fuerte crecimiento, mientras que en muchos otros sectores no se refleja una mejora del nivel de vida.

El imperio ha venido ensayando diversas formas de dominación, con experimentos malogrados como el ALCA, sustituido después por tratados de libre comercio bilaterales que se han transformando gradualmente en multilaterales, como el Plan Puebla Panamá (PPP), diseñado al gusto estadounidense para frenar la migración hacia su territorio y convertido en Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica posteriormente, como parte de la estrategia de expansión del capital, pero continúan las caravanas masivas de migrantes que atraviesan miles y peligrosos kilómetros con el destino incierto de acceder al “Sueño Americano”, lo que pone de relieve la miseria, criminalidad y falta de oportunidades existente.

Ahora se pretende lanzar un nuevo propósito, que ya tiene sus detractores en México y no cuenta con la simpatía de Trump. Los componentes del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) y México, con la participación de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, elaboraron el Plan de Desarrollo Integral (PDI), que cuenta con el respaldo de España, Alemania, Chile y la Organización de Naciones Unidas y, para fomentarlo, México y El Salvador firmaron un acuerdo de 30 millones de dólares de una porción que contempla 100 millones y la Unión Europea está lista para apoyar sus acciones.

Anteriormente otros intentos han fracasado y ninguno podrá avanzar si no se resuelven los problemas estructurales, o sea, la falta de educación, cultura, salud, trabajo, ingresos decentes, impulso agrícola, industrial, de las exportaciones y, en general, la elevación del nivel de vida, lo que no se solventará sin cambios políticos, económicos y sociales profundos, que ningún movimiento tradicional está en condiciones de lograr sin la colaboración y la solidaridad internacional y mucho menos con muros e intimidaciones.

La pobreza, las crisis económicas y la peligrosidad, han generado un clima de inestabilidad. La época en la que el mayor peligro electoral era el robo o la suspensión de elecciones ha quedado atrás, y en su lugar ha surgido otro tipo de riesgo: la manipulación de instituciones, lo cual se ve claramente en El Salvador.

El presidente jugó sus piezas para intentar dar un autogolpe, pero no logró generar las condiciones necesarias, pese a contar con altos niveles de popularidad. Sus credenciales democráticas quedaron puestas en cuestión y el rechazo de movimientos sociales, de derechos humanos, tanto nacionales como internacionales fue contundente. Durante sus 8 meses de administración se ha centrado en una tirantez constante con los diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa, en donde únicamente cuenta con el respaldo directo del partido que lo llevó al poder, el derechista GANA.

El joven mandatario repite la idea de imagen nueva, fresca y despolitizada en contraposición de los grupos que protagonizan procesos históricos y los entrecruza con las peores herramientas de los Estados: las fuerzas militares y la Biblia para legitimar medidas que no cuentan con los votos. Al evitar los mecanismos legales e institucionales a través de la imposición y el uso desmedido de las fuerzas militares, Bukele habla de una nueva forma de entender y hacer política que lo pone en el centro de los conservadores del área, su versión más fresca y juvenil, pero que, de nuevo, no tiene nada.