Opinión

La Historia tiene la culpa

Emiliano Canto Mayén

Mucho de lo que se nos enseñó en la escuela, y lo que leímos en los libros de texto gratuitos, son responsables de la violencia que reina actualmente sobre la mayor parte del territorio nacional. En el caso de la Historia de México, se ha hecho creer a los niños y jóvenes que los únicos que han salvado al país del mal han sido ciertos caudillos que, poseídos de una inspiración arrebatadora y un patriotismo intachable, empuñaron las armas, combatieron contra la injusticia y vencieron a la tiranía.

Al narrar el devenir del país de este modo, como un desfile de revoluciones gloriosas en el que los héroes fulguran como estatuas de oro, se enseña a los niños que la única manera de obtener progreso social es insubordinarse y matar a sus enemigos. Se anota lo anterior, porque este relato oficial de villanos y mesías es innegablemente autoritario y, de manera sutil, casi subliminal, siembra en nuestro inconsciente los más infranqueables obstáculos para la negociación y el diálogo con quienes piensan distinto de nosotros; puesto que, dentro de esta exposición tradicional de la historia mexicana, los que tenían la razón solo pudieron triunfar y hacer el bien al usar la violencia contra sus opositores y aniquilarlos.

Por ello, considero urgente cambiar nuestra relación con el pasado y renovar la manera mexicana de enseñar la historia patria. Si estallaron las guerras que hoy calificamos como revoluciones fue porque la descomposición y crisis sociales las hicieron inevitables y, más que añorar secretamente que regrese un fuego que consuma la maldad sobre nuestra tierra, deberíamos esforzarnos para que un estallido de este carácter no sea una opción viable.

En mi experiencia, a lo largo de los años que he podido enseñar Historia a jóvenes de niveles medio y superior, he intentado que éstos sean sensibles y respetuosos ante el dolor humano. Cuando les indico el número estimado de defunciones provocadas a causa de una de las guerras mundiales, les recuerdo que cada una de esas víctimas fue un hijo o una madre como los suyos, que sucumbieron ante las balas, el hambre y la enfermedad. También, cuando los adolescentes bromean neciamente sobre el asesinato de personajes de hace centurias, como María Antonieta, les preguntó cuál es la diferencia entre hacer chistes sobre la decapitación de una prisionera de Estado y la de una mujer en la ciudad de México hace tan sólo unas semanas; a ambas se le sometió a tortura sicológica, maltratos físicos y se faltó a su dignidad humana. Ante estas palabras, hasta los críos más rebeldes suelen responderme con su silencio y, justo entonces, concluyo mi filípica recalcando que no deberíamos burlarnos de una tragedia del pasado, a sabiendas que toda vida humana vale exactamente lo mismo y que quien es insensible ante una sola muerte, lo es ante toda la vida.

Un ejemplo más, obtenido de mi actual ejercicio docente. En los últimos meses, he tenido el placer de trabajar con un número considerable de estudiantes originarios del estado de Guerrero. Estos jóvenes, anoto con la sorpresa más sincera, son de los más talentosos que he tenido el gusto de conocer, digna estirpe del sabio Altamirano; sin embargo, no he podido dejar de notar un rasgo paradójico de su personalidad, producto de una enseñanza obtusa y poco crítica de su historia regional. Por un lado, los guerrerenses se muestran orgullosos de sus crónicas en las cuales brillan caudillos como Bravo, Alvarez y Cabañas, quienes lucharon contra invasiones extranjeras y tiranos como Santa Anna; mientras que lamentan la violencia que persiste como un cáncer en sus más bellas regiones y caminos. Para abrirles los ojos, suelo preguntar a estos alumnos cuáles fueron las razones por las que triunfaron los liberales del sur y, a continuación, los cuestionó sobre los motivos que impiden el restablecimiento de la paz en aquellas zonas recónditas del país: las respuestas son exactamente las mismas.

En el caso de los yucatecos, completamente distinto a los sureños, nuestra historia nos ha hecho orgullosos de descender de un pueblo que los estudiosos extranjeros califican como pacíficos y sabios, tan sólo comparables en saber y arquitectura con la Grecia clásica o el Antiguo Egipto. También, nuestro más grande héroe, Felipe Carrillo Puerto, fue un mártir a quien se sentenció por una corte marcial, siendo un civil. ¿Provendrá de estas versiones, la identidad yucatanense que nos hace detestar las armas de fuego, creernos mansos y tranquilos?

En fin, en espera de posicionamientos a favor o en contra, anoto que la enseñanza oficial de la Historia, al describirse como una serie exultante de batallas y no como el doloroso drama social que fue, nos ha hecho creer que la única forma de hacer prevalecer la justicia y el derecho es la violencia; la solución más razonable, en mi opinión, sería intentar que la historia nos sensibilizara ante la injusticia social y el sufrimiento humano y que nos convenza así de que las transformaciones del futuro deben lograrse sin violencia, muerte y destrucción.