
El jueves pasado, 1 de mayo, el presidente colombiano Gustavo Petro llegó a la Plaza de Bolívar -completamente llena- a encabezar la manifestación del por el Día Internacional de los Trabajadores, blandiendo la espada de Bolívar que, junto con la bandera del M19, la guerrilla en la cual había militado, se ha convertido en símbolo de su mandato.
Enarboló esta vez otra bandera: la que usó el Libertador Simón Bolívar cuando emitió su decreto de guerra a muerte.
En mi modesta opinión, esos símbolos no corresponden al momento político porque, si quiere atacar políticamente al presidente del Congreso y a los congresistas de derecha que rechazaron su propuesta de Reforma Laboral, en lo cual ha centrado sus intervenciones de los últimos días, tiene en su poder un instrumento más poderoso y congruente con el enfoque, por lo menos discursivo, de su Gobierno: la consulta popular cuya convocatoria ya ha anunciado. Con ese mecanismo de participación ciudadana busca restituir los beneficios laborales de los trabajadores que el Gobierno de Álvaro Uribe había desmontado.
En efecto: la Comisión Séptima del Senado rechazó esa reforma que buscaba restablecer derechos tales como el pago de horas extras, el recargo dominical, contratación a término indefinido sin perjuicio de que se pueda contratar también a término fijo en el caso de que sea contrato de obra y prohibición de contratos por prestación de servicio sin prestaciones sociales.
Con ello se pegaron un tiro en el pie porque, ante la contra propuesta del Gobierno, de someter esas reformas a la aprobación del pueblo mediante la consulta, los obliga a que se presenten como enemigos de los trabajadores oponiéndose a ellas. A ver de qué manera podrán justificar que se oponen al pago de las horas extra que suprimió el expresidente Uribe, tan de extrema derecha y de sus afectos con el pretexto de que estimularía el empleo, lo cual nunca ocurrió.
Así que las banderas guerreristas y la espada eran no sólo innecesarias sino que lo retratan como militante activo del M19, en vez del presidente de todos los colombianos. Además del contrasentido de escoger como política rectora de su Gobierno la Paz Total y elegir como sus símbolos los de la guerra. El presidente no fue elegido por haber sido guerrillero sino porque, habiéndolo sido, renunció a las armas y se ha mantenido en el camino de la democracia.
El pobre Bolívar, tan trajinado, es utilizado tanto por el presidente venezolano, Nicolás Maduro, como por Petro y la derecha colombiana, siempre tergiversándolo en algunos casos con las mejores intenciones, pero generalmente con mucho oportunismo. Cuando decretó la guerra a muerte Colombia estaba sometida al yugo español y ese decreto era el envión final de su campaña libertadora.
Ahora el presidente no tiene enemigos sino contradictores, todos también colombianos; su Gobierno no está en peligro, mantiene más o menos estable un índice de popularidad del 37%; la inflación está más o menos controlada, el crecimiento muestra índices aceptables, el Congreso ha aprobado algunas de las propuestas que presentó a su consideración como la reforma tributaria y el Plan Nacional de Desarrollo, le queda algo más de un año en la presidencia y, de vez en cuando, en medio de enfrentamientos a veces innecesarios y en tono altisonante e incluso grosero, todavía rescata su llamado a construir un gran acuerdo nacional.
Fue esa la idea con que inició su Administración al convocar a su gran adversario, el expresidente Álvaro Uribe, a quien destinó sus debates más agudos en el Congreso en los que lo llamó apoyo de paramilitares e hizo condenar a la mayoría de sus parlamentarios afines y funcionarios más cercanos en el proceso conocido como de la parapolítica.
Cuando también llamó al presidente de Fedegán, la asociación de los ganaderos, situada bastante a la derecha y con señalamientos de apoyo a paramilitares, además esposo de una política de extrema derecha y precandidata presidencial para que integrara el equipo negociador con la guerrilla del ELN hacia su desmovilización, las esperanzas de que el suyo sería un Gobierno de izquierda democrática, de conciliación nacional, se fortalecieron.
Hoy poco o nada queda de eso, los enfrentamientos del presidente con sus adversarios son con palabras altisonantes y parece haber escogido símbolos guerreros para identificar su Ejecutivo.
Hay en ciernes un problema que cada día parece tomar ribetes más preocupantes: el enfrentamiento entre su canciller y el ministro de Justicia, a quien ella ha denunciado en la Fiscalía General por una serie de delitos graves que todavía no ha dado a conocer a la opinión pública, pero todos los días da a conocer que con lo que denuncia lo hundirá. Son dos de sus más importantes alfiles, ambos cuestionados por problemas éticos y ambos muy importantes porque el presidente parece depender cada día más de ellos.
Todavía el presidente no ha dicho nada públicamente al respecto, pero va a requerir toda su capacidad de negociación y tacto porque ambos son depositarios de secretos que al parecer podrían herir al gobierno en manera grave según ellos mismos han dicho públicamente.