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Opinión

La utilización de la tragedia

Zheger Hay Harb habla sobre la muerte del senador de origen colombiano Bernardo Moreno, la cual estremeció además porque demostró de qué manera la violencia sigue marcando nuestras vidas.
La utilización de la tragedia
La utilización de la tragedia

El miércoles pasado se realizó el funeral del joven senador Miguel Uribe Turbay (39 años), luego de tres días de capilla ardiente en el Capitolio Nacional y de recibir los honores de la dirigencia política nacional y de Estados Unidos, representado por el subsecretario de Estado Christopher Landau y el senador de origen colombiano Bernardo Moreno, quien se hace llamar Bernie para enfatizar que, aunque con raíces en estas tierras tan despreciadas por su jefe, ha sido purificado por las aguas salutíferas que manan de su reino. Moreno es hermano de Luis Alberto Moreno, presidente del Bando Intermaricano de Desarrollo (BID) entre el 2005 y el 2020, luego de haber sido embajador de Colombia en ese país.

El asesinato de ese joven senador dejó huérfano a un niño de cuatro años, tal como él quedó cuando su madre, Diana Turbay, murió por la chambonada del Ejército que intentaba rescatarla del secuestro en que la mantenía Pablo Escobar, a pesar de las súplicas de su madre al entonces presidente de la República, César Gaviria, para que no lo hiciera, porque se había comprobado que esas acciones significan casi siempre la muerte de quien pretenden salvar. Así que ver ahora al niño moverse alegre, sin captar la tragedia, para poner una rosa blanca sobre el féretro de su padre, repetía las escenas de quien ahora yacía en el ataúd, cuando a esa misma edad asistía al funeral de su madre.

Esa muerte nos estremeció además porque demostró de qué manera la violencia sigue marcando nuestras vidas, los innumerables grupos armados ilegales que se reproducen ad infinitum le respiran en la nuca a cualquier personaje público y cómo el valor de la vida queda opacado por el juego de intereses que, haciendo grandes alardes de valor patriótico y desinterés en su puja por llegar a los grandes escenarios de la política, no tienen escrúpulos en aprovechar la tragedia en favor de sus intereses personales.

Miguel Uribe Turbay era nieto de un expresidente. De uno que expidió el Estatuto de Seguridad bajo el cual torturaron a media humanidad que pudiera tener siquiera un tinte progresista. Y él mismo, Miguel, sin la astucia de su abuelo, se colocó siempre en lugares poco empáticos con quienes estaban en el lugar más débil: cuando Rosa Elvira Celis, una humilde mujer, fue violada y empalada en uno de los feminicidios más horribles que ha vivido este país, Miguel, más o menos, dijo que ella se lo había buscado. Y cuando Dilan Cruz fue asesinado por la Policía en una marcha de protesta, dijo casi que se había atravesado a la trayectoria de la bala.

Lo anterior, para señalar que Miguel Uribe era una persona de derecha, que no siempre estuvo del lado de las víctimas, pero que al igual que ellas no merecía morir. Tenía toda una vida en perspectiva en la que no sabemos si, como ha ocurrido en muchos casos, se hubiera sensibilizado más adelante y asumido posiciones solidarias. Tenía la herencia de su abuela, la esposa del presidente del Estatuto de Seguridad, que dedicó su vida a campañas sociales. Y de su madre, una periodista que murió por ser fiel a la ética de su profesión cuando cayó en una trampa creyendo que iba a entrevistar al jefe de una guerrilla. La vida, hasta ese momento prodiga con él, tal vez lo hubiera inclinado hacia lo mejor de sus herencias. Era un buen padre, se casó con una mujer 10 años mayor que él que ya tenía tres hijas, a quienes asumió como propias, lo cual lo pinta como una persona generosa y noble.

Pero como siempre ocurre, cuando muere alguien destacado por su cargo o su importancia social, su muerte fue convertida en un festival rencoroso de la derecha. Pese a que su esposa había hecho una intervención pública llamando a la concordia y a la unión de todos sin distingo de ninguna clase, prohibieron la presencia del presidente de la República y de cualquier persona del Gobierno. El expresidente Álvaro Uribe, su mentor, pese a estar preso, envió un memorial de agravios culpando al presidente Gustavo Petro de haber instigado ese asesinato sin prueba ninguna y aprovechó para atizar los odios.

Tal vez para no enrarecer y caldear más el ambiente político, ni la Procuraduría General ni el juez de ejecución de penas ni ninguna otra autoridad se quejó o sancionó al encarcelado porque a los presos, así sea en esa inmensa y lujosa hacienda (tiene casa por cárcel), les está prohibido tener teléfono celular y mucho más lanzar proclamas como si fueran generales victoriosos.

Los rivales de Miguel Uribe en el Centro Democrático, que hasta el día anterior lo denostaban, ahora lo presentaban como un candidato amado, con un futuro brillante, pese a que estaba en el último renglón de preferencia del electorado.

Un asesinato como este merece ser mirado con respeto y preocupación porque retrata las distorsiones de nuestra democracia, donde las divergencias se resuelven con plomo o se utilizan para fustigar al adversario mirado como enemigo y no como contradictor.

El drama humano que vive su familia, especialmente su hijo, marcado como él por el asesinato desde el inicio de su infancia, merecen respeto y dignidad. Y, por encima de todo, llama a una profunda reflexión sobre la convocatoria -de verdad- de un acuerdo nacional que marque los derroteros de nuestra vida social y política.

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