Por José Miguel Rosado Pat
A ti, que de tus piernas nací para hacerme hombre.
A ti, madre de mis pensamientos más profundos;
porque de tu seno bebí el néctar de estrellas
y de tu boca el brebaje amargo de los inmortales,
el que beben los enemigos del destino;
brebaje con el que nos condenas y pones en nuestro interior
un demonio terrible, inclemente y cruel que nos destruye las entrañas.
Eres la madre generosa que nos quema los ojos con fuego…
¿¡Lo harás acaso con aquellos que no están listos para conocer tu verdadero rostro…!?
Mas prometes que, con el canto del gallo, lograremos verlo.
Eres tan virtuosa como perversa… nos crías mirando tus amores con tu compañera de vida:
la ciencia.
Comparten los amantes, y nos embriagan con la seductora escena.
Tus hijos las contemplamos. Nos colmamos de sensaciones y nos llevan al éxtasis.
Pero ustedes no. Ríen y nos miran con la mirada de la experiencia.
Nos miran con ternura y nos invitan a interactuar en su juego.
Poco a poco vamos siendo parte tuya y de ella.
¡Ni el propio Zeus pudo imaginarse a Atenea y Afrodita haciendo el amor!
Amor, sabiduría, pasión, amor, razón, amor, filosofía, amor…
Se vuelven una misma ante aquel que se encuentra listo para observar.
¡Y a los que observamos, nos llenas de contento para después lanzarnos al abismo más oscuro!
¡Nos condenas a mirar el horizonte de lo bello, de lo trascendente y de lo absurdo!
Y después, simplemente, nos abandonas. Nos dejas huérfanos en la intemperie de la miseria humana.
Y dejas que nos llamen, los hijos de la viuda.
Pero así eres tú, ¡quién te entendiera como nosotros lo hacemos!
Vas engendrando hijos por el mundo, buenos y malos hijos, gallardos y cobardes, ingratos y solidarios.
Por mucho tiempo no entendí por qué dabas a luz hijos débiles, por qué te esforzabas en que nacieran,
si nacían muertos.
Luego entendí que su muerte no era tu decisión, que ellos habían decidido morir antes de nacer.
Y sin embargo, me haces llamarlos Hermanos.
Nada fácil es entender tu sabiduría.
Pudiera deberse a las veces que te miramos con el deseo y no con la razón.
¿Cómo puedes atreverte a pedirnos que actuemos como si fuésemos todo de este mundo, mientras nos
recuerdas que somos nada?
¡Mucho se sufre pensándose todo y sabiéndose nada!
Tus más grandes hijos e hijas, los que te han visto y se entregaron a la muerte, los que hallaron la Idea
y cumplieron su misión, todas ellas, todos ellos, hoy nos miran desde el sitio que la luz les ha otorgado.
Tú bien sabes que no todos tus hijos, alcanzaremos la Idea, pero estoy convencido de que nos pones en el camino de su búsqueda.
Yo tan solo puedo prometerte que, cuando la encuentre, miraré la luz nuevamente y caminaré, con serenidad y lleno de gozo hacia mi muerte.
Si al encuentro con la muerte, mi nombre se pronunciase con mis versos y canciones, entonces Madre Mía, siéntete orgullosa del hijo que, perseverante,
encontró la Idea y la hizo suya.
Este es mi testamento. Así sea.