Emiliano Canto Mayén
El pasado 11 de mayo, Joed Amílcar Peña Alcocer, integrante del colectivo Disyuntivas, publicó en el POR ESTO! un artículo titulado “Ir y venir de una biblioteca”. Este texto puede calificarse como un desgarrador epitafio a la Biblioteca Yucatanense, anoto lo anterior puesto que los párrafos de Peña Alcocer parecieran destinados a grabarse en una sepultura.
La Biblioteca Yucatanense se fundó, luego de arduos sacrificios, el año 2012, reuniendo los fondos del Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán, que antes había aglutinado las colecciones de la Hemeroteca José María Pino Suárez y parte de los documentos antiguos de la Biblioteca Crescencio Carillo y Ancona. Por su parte, la Yucatanense incrementó sus fondos con la apertura de la Biblioteca Virtual y el rescate del archivo fotográfico y hemerográfico del “Diario del Sureste”. Ahora, por decisiones administrativas, aquel recinto responde al nombre de Centro de Apoyo a la Investigación Histórica y Literaria de Yucatán (CAIHLY).
El cambio de siglas y reconfiguración de dependencias me producen un vértigo abismal sólo comparable a intentar leer la Guía Amarilla. Cada seis años los gobernantes son aconsejados por sus asesores, se dan por terminados los proyectos de la administración anterior, se renombra aquí y allá y se decide cambiar el rumbo de los programas públicos. Esto es tan normal como lo fueron los golpes de Estado hace más de un siglo, tanto en Yucatán como en el resto de la república mexicana.
Uno debe plegarse a los vientos si quiere seguirse una travesía larga y apacible; sin embargo, lo que más hiere a los que aman a los libros y defienden al patrimonio cultural del país es contemplar cómo los papeles viejos se pudren y desperdigan (cuando no se les sustrae) ante la indiferencia del gobierno y la ciudadanía.
Los logros de la Biblioteca Yucatanense que, en mi opinión, se alcanzaron gracias a la voluntad y tesón de un equipo de trabajo coordinado por los maestros Enrique Martín Briceño y Faulo Sánchez Novelo, son prueba de que, cuando uno se lo propone con valor y empeño, puede sobreponerse a la adversidad, la carencia de recursos y la maledicencia propia de las mentes obtusas.
Aunque lo normal es que cada sexenio renombre las mil y un dependencias e instancias de la burocracia estatal, no porque sea ésta la norma es necesariamente lo justo. Al mutar imprudentemente las designaciones oficiales, los recintos culturales pierden presencia y los ciudadanos jamás llegan a conocer estos lugares, al punto que son indiferentes a sus avatares, labores y extinción definitiva.
Lo anterior es, en mi entender, lo más lamentable de haber borrado, en el papel, la Biblioteca Yucatanense; que la ciudadanía, el público en general o, en términos más pedestres, las personas comunes y corrientes, se mantengan desvinculados del estimulante quehacer intelectual al que tienen derecho por mero desconocimiento y falta de continuidad institucional.
Otro elemento desalentador es que los cambios de gobierno suelen disminuir o acabar con lo bueno y mantener o empeorar lo malo en un ámbito tan delicado como lo es el de preservación patrimonial. Los gobernadores se suceden, las siglas se trasforman y se expiden nuevos nombramientos y, en contraparte, los baños siguen sin reparación, los techos húmedos amenazan con destruir documentos centenarios y los empleados sobreviven con salarios vergonzantes, sometidos en ocasiones al “mobbing” u hostigamiento laboral. Sólo para ser metafórico, nunca he visto un lingote o diamante en una caja de cartón a la mitad de la calle puesto que nadie coloca sus objetos más valiosos en un sitio inseguro ni pone tampoco como guardia de sus tesoros a alguien a quien somete a hambre, ultrajes y privaciones.
En descargo de las autoridades, creo que gran parte de la culpa la tiene un tipo funesto de ciudadano. La mayoría se queja en público porque las autoridades saquean y destruyen su patrimonio histórico pero pocos evitan que sus documentos familiares se deshagan sin remedio ni mucho menos los comparten ni difunden de manera solidaria. Cuando uno tiene un ancestro medianamente célebre y se encuentra con sus papeles en un cajón, de inmediato se pide cita al director del archivo y de la biblioteca locales para exigir su compra, esto debido a las inverosímiles y ridículas series estadounidenses de anticuarios y subastas. Aquellos encargados de los archivos y bibliotecas de México, funcionarios al mando de un edificio en ruinas, una planta insatisfecha de trabajadores que cobra el salario mínimo y que deben entenderse a diario con los siempre descontentos intelectuales de la localidad, se ven en la necesidad de disimular su enfado al comprobar cómo ante sus ojos se trafica lo que es un bien de la Nación y que, de acuerdo con la normativa vigente, debería ser expropiado para bien de todos, castigando severamente a quienes intenten sacarlo de nuestras fronteras.
Sólo en un futuro más justo, cuando haya voluntad política sincera, mayor participación ciudadana y se dignifique el trabajo de los archivistas y bibliotecarios cambiarán las cosas para bien y mejor. Los cambios de siglas y de rótulos son meros trámites insustanciales y transitorios que hablan más del mal burócrata que del buen gobernante.