Manuel Tejada Loría
Va. ¿Los ves? ¿Puedes verlos? Sopla la brisa otoñal de los primeros días del casi último mes. Uuuuu, ulula el viento como diciéndonos ya vienen, están cerca uuuuu. Sisea una cascabel en el monte como alertando al caminante que en busca de bacal está. Que digo bacal, de mazorca, elote, maíz, ixi’im. El grano es alimento sagrado, oro natural que venera el ser para sobrevivir. “Cuando se me caigan los dientes me pondré granos de elote”, dice Muuch divertida, y brinca, sí, como una pequeña rana desbocada, alrededor del pozo mientras su abuela Majesús jala con fuerza el cubo desbordante de agua fresca. Luego echa un poco de agua en una pequeña lata vacía de leche Nido y dice en maya: “anda, Muuch, ve a regar el flamboyán, ¡cuidado con la tucha!”. Pero Muuch ya no hace caso, está corriendo para encontrarse con su abuelo que vuelve del monte repleto de mazorcas acomodadas sobre la espalda y una culebra muerta atada al fajín.
Nada es estático. Wek wek wek, saltan los granos de elote al roce del jabín sobre la mazorca. Es el desgrane y los saltarines dientes del elote los que mantienen la atención de la niña antes que la conversación de la gente grande alrededor del fuego que de todos modos no es mucha ni tanta. Es más bien silencio. Prolongados silencios. “Todo vuelve, todo ha de volver”, dice un tal don Welís de grandes orejas y ojos azules mientras echa los granos en una olla encamisada de tizne. ¿O eran verdes sus ojos como el verdín de las paredes del pozo? Wek wek ¿O era su voz como un eco ascendiendo desde lo más profundo? wek. Después de un prolongado silencio, concluye: “Ya es tiempo de pixanes”. Muuch abre los ojos. Se eriza y tiembla toda su niñez. Sabe que al amanecer, sobre la mesa de troncos pondrán una cruz de madera color verde y varias jícaras con comida, montoncitos de tortillas y velas que dispondrán en el suelo y sobre la mesa para guiar a las ánimas que vuelven a casa para buscar alimento. “La vida es un eterno intercambio”, responde un tal don Humberto que allí mismo estaba también desgranando.
Al amanecer los olores del nixtamal despiertan a Muuch. Sonríe. Inspira tratando de saborear el agradable aroma del maíz mezclado con cal, granos de sal y un golpe de miel. Quiere contener en sus pulmones la imagen de sus abuelos preparando la comida de los pixanes, quiere que su corazón de niña siga así, eterno por los siglos de los siglos, latiendo estos instantes que son como un paraíso en casa. Pero es imposible. Todo es ir, todo es volver. Y para los que vuelven es que se prepara con tanta dedicación el maíz, la masa, los xpelones. Y nadie –bien lo sabe Muuch– podrá acaso insinuar que huele delicioso o que la comida estará muy buena y en su punto, nunca, jamás, ¡está prohibido! Decirlo ahuyentaría a quienes vuelven, robaría la oportunidad de sentirlos, y todos, absolutamente todos quieren volver a sentir aunque sea por una sola vez a sus seres queridos. Es el intercambio eterno: hanal pixán. Por eso Muuch año con año corre y trepa al flamboyán sin importarle tanto la tucha o las cascabeles, ella quiere desde sus ramas mirar el horizonte para ver si ahí vuelven los que han de volver, los padres de sus padres y los abuelos de sus abuelos, aquellos ancestros que le han dado forma a tanta dulzura que es su ser.
“Pero las ánimas no pueden verse, solo sentirse”, dirá años más tarde mamá Rosa. Y comerán todos en el mismo silencio, frente a un caldo de gallina cuyo olor inunda los espacios siempre abiertos de la memoria. Se sabe, porque ocurrirá, que de repente brotará un llanto quedo entre los bocados de la abuela Dora que ahogará con un sorbo de pozol para no contagiar a nadie. Y Muuch, ya no tan niña, recordará también en silencio, mientras afuera un perro ladra mudo, y un gallo no se atreve a soltar por ningún motivo el pico encrestado. Silba la polea del pozo ante la brisa otoñal que ahora se pasea entre las ramas de los árboles y el solar barrido. El aire gélido se cuela en las rendijas, por debajo de las puertas y entre los resquicios. Se agolpa el silencio entre los comensales, cada quien en su congoja, cuando de pronto de un solo tajo, se apagan todas las velas… fluuuush silba el viento: son ellos.
Corre nuevamente Muuch, como los años, cada vez más muchacha, para escalar el flamboyán de su infancia [ese que se me perdió], abriendo bien grandes los ojos para llenarse los pulmones nuevamente de recuerdos. No espera ver nada ni a nadie, pero desde ahí en lo alto observa el paisaje que tanto guarda en el corazón desde muy pequeña. Sopla la brisa otoñal de estos primeros días de noviembre y hace frío. Pero su temblor ahora es otro: Muuch observa en el sacbé a dos jóvenes semidesnudos tirados en la orilla; parece reconocerlos. Asustada llama a mamá Rosa, quien en pocos instantes, aunque con cierta dificultad, sube con ella. “Son ellos, mamá, ¡son ellos!” no deja de insistir Muuch. Pero mamá Rosa no cree, no puede creerlo, son tantos años, tres para ser exactos, que nada se sabía de ellos. “Se los llevaron los aluxes, el mal aire, el burro kat, el waantul, los pepineros”, contaron mil historias. “Que sí son”, insiste Muuch: “Son Pancho y Leo… ¡han regresado!”.
¿Los ves? ¿Puedes verlos?