Cultura

Ana Mendieta, precursora del land art

Pedro de la Hoz

Land art no debe traducirse como arte de la tierra. Más bien cabría definirlo como una intromisión, estéticamente pensada, sobre un paisaje. Como sabemos, el término fue acuñado en 1968 a raíz de la exposición del norteamericano Robert Smithson, Earthwork, en la galería neoyorquina Candace Dwan. Filmaciones, fotografías, mapas y esquemas registrados durante y después de la creación, construcción y finalización de obras que no eran más que intervenciones artísticas en el paisaje, definieron una estética comprometida con los valores ambientales y la promoción del cuidado de la naturaleza en una época de degradación de los entornos vitales.

Hoy mismo, como para mantener vigente la práctica, en Melilla, el enclave norafricano de dominación española se anuncia una acción de land art en la playa de San Lorenzo, para hacer conciencia sobre la violencia de género el próximo 23 de noviembre. En la creación colectiva participarán profesores y alumnos del centro pedagógico Rusadir.

En el Tippet Rise Art Center, ubicado en lo que fue el rancho de la pintora Isabella Johnson, al norte del Parque Nacional Yellowstone, el escultor Stephen Talasnik, oriundo de Filadelfia, acaba de inaugurar una instalación titulada Desterrada. A quienes visiten el centro, se les invita a recorrer las muestras de land art que el escultor, desde 2015, ha desarrollado en las zonas aledañas a partir de restos de árboles con el objetivo de incentivar una relación íntima entre el espectador y la vastedad del espacio.

También por estos días se reivindica el papel que desempeñó como precursora de esa corriente la artista Ana Mendieta (La Habana, 1948-New York, 1985). El museo Jeu de Paume, de París, reunió una selección de veinte cortos restaurados realizados por ella en los años 70.

Cierto es que la crítica le ha prestado más atención a la manera de trabajar su propio cuerpo, pero teniendo en cuenta cómo exploró las relaciones entre este con la naturaleza, es por lo que también se toma como referente en la historia del land art.

Pero mientras Smithson, en su alabanza a lo natural, no dejaba de ser agresivo contra esa condición y al construir un paisaje destruía el preexistente –lo mismo puede decirse del caso de otro connotado land artist, Michael Heizer, que intervino a base de maquinaria y fuego la superficie de un lago seco–, Mendieta eligió insertarse ella misma en el paisaje sin otra pretensión que dialogar con la tierra.

De ahí que sus trabajos tuvieran un carácter efímero, únicamente perdurable mediante el testimonio fotográfico o audiovisual.

Sandra Barba precisó esa concepción al escribir: “Mendieta quiso que sus esculturas se borraran. (…) En el paisaje de un país que nunca fue el suyo y en un mundo que es difícil habitar como mujer y refugiada, Mendieta prefirió que la naturaleza deshiciera sus siluetas; ¿no habría sido mentiroso, desde su posición, construir una estructura de acero en la cima de una montaña que dijera soy latina, aquí estoy?”.

Pienso que esa fue una manera honesta de asumir el conflicto interior que determinó su vocación y destino artístico. Repasemos la vida de una muchacha que salió de Cuba a corta edad, como parte del intenso flujo migratorio que se produjo en los años inmediatamente posteriores al triunfo del Ejército Rebelde, y que llevó a Estados Unidos a una parte de los sectores políticos y económicos que hasta entonces ostentaban el poder.

La familia de Mendieta la envió sola a residir en Estados Unidos, a raíz de que se difundiera la falsa noticia de que las nuevas autoridades en la isla iban a negar a los padres el derecho criar a sus hijos. Miles de niños, mediante una lamentable operación en la que se vio involucrada una parte del clero católico, marcharon a tierra extraña a convivir con familias de acogida o en hogares colectivos provisionales.

Aunque a los pocos años Mendieta reencontró a sus progenitores, la marca psicológica de la soledad y la extrañeza sufrida en Iowa resultó indeleble en la formación de la futura artista y ello se reflejó en su personalidad y en el carácter de su obra.

En Iowa estudió arte a finales de los años 60 del pasado siglo y poco después curso una maestría bajo la tutela de Hans Breder. Desde un inicio, incluso en aquellas incursiones en géneros convencionales como el dibujo, la pintura y la escultura, siempre se adscribió a una tendencia autobiográfica. Ella se convirtió en el sujeto de sus representaciones, enfocadas en los valores feministas, la crítica de la violencia, la proximidad de la muerte y, sobre todo, la búsqueda de un sentido de pertenencia.

Ya en 1973 dio las primeras muestras de su filiación al land art o como mejor lo conceptualizaron los críticos, al earth-body-art. Fue cuando comenzó la serie Siluetas, trabajada a lo largo de esa década. Dejaba la huella de su propia siuleta en barro, arena, hierba, nieve, cuerpo cubierto de hojas, ramas y hasta sangre, o imprimiendo sobre su cuerpo o pintando su silueta en una pared.

Hace pocos meses, el museo Gropius Bau, de Berlín, bajo el título Covered in time and History: the films of Ana Mendieta, redescubrió la obra de la artista cubana. La exposición fue el resultado de tres años de trabajo durante los que se reunió, analizó, restauró y digitalizó gran parte de la obra fílmica de Mendieta grabada en formato Súper 8 entre 1971 y 1981, la misma que pasó ahora a París.

Su sobrina, Raquel Mendieta, que colaboró con la curaduría de la muestra, dijo entonces: “La recuperación de la obra de Ana Mendieta, después de casi 40 años, tiene que ver con un mensaje que nos interpela sobre un problema muy universal: ¿quién soy y a dónde pertenezco?, una pregunta que aparece a lo largo de todo su trabajo y que posee mucha actualidad”.

En su breve vida, la artista tuvo posibilidades de regresar a sus orígenes. Viajó a Cuba más de una vez y sostuvo contactos frecuentes con artistas coetáneos suyos residentes en la isla. Nunca se sintió cómoda con su clasificación como artista de la comunidad hispana de Estados Unidos. Aunque sabía que le era difícil ser y asumirse cubana, prefería que la consideraran parte de la cultura de la isla donde nació.

Lamentablemente la artista falleció joven. El 8 de septiembre de 1985 cayó al pavimento desde el piso 34 de Greenwich Village 300 Mercer Street, New York, donde vivía con su pareja, el escultor Carl Andre. Hubo quien escuchó una fuerte discusión en el apartamento, pero nadie pudo atestiguar si medió un acto de violencia. ¿Accidente, suicidio, homicidio? La incógnita permanece. Andre fue investigado y juzgado, pero resultó absuelto.

¿Cuánto hubiera aportado al arte Ana Mendieta de no ver truncada trágicamente su existencia? Nadie sabe. Vale más tener en cuenta su legado. Y estas palabras suyas: “La función del artista no es un privilegio, sino un derecho, y no es un regalo, sino un compromiso. La lucha por la cultura, es la lucha por la vida”.