Pedro de la Hoz
El primer día de diciembre de 1957 quedó en la historia de la danza clásica como una fecha consagrada por el atrevimiento. En el Centro de Música y Drama de Nueva York tuvo lugar el estreno de Agon, coreografía de George Balanchine en la cual mediante un lenguaje abstracto sugería a los espectadores la idea del esfuerzo humano y la lucha por hacer realidad altos ideales.
Igor Stravinsky había asumido el encargo de la partitura. La afinidad del compositor ruso por el arte del gesto y el movimiento era harto conocida, desde los días en que estremeció a París con las músicas de El pájaro de fuego, Petrouchka y El rito de la primavera. En el caso de Agon trabajó la técnica serial para una gran orquesta, con la particularidad de que en ningún momento la masa instrumental tocaba a plenitud. Como Balanchine se tomó tiempo para estructurar la coreografía, Stravinsky estrenó la partitura en junio, con la Sinfónica de Los Angeles, conducida por Robert Craft.
Pero a los asistentes al estreno de Agon, por el New York City Ballet, aguardaba una sorpresa. En el pas de deux de la cuarta sección de la obra, la pareja estaba formada por Diana Adams y Arthur Mitchell. Hasta ese momento nunca había compartido las tablas en un ballet clásico una bailarina blanca y un bailarín negro.
Mitchell había ingresado en la compañía dos años antes, fichado por Balanchine, y desde entonces fue víctima de comentarios racistas.
Agon colmó la copa. “¿Puedes imaginar la audacia de tomar a un afroamericano y a Diana Adams, la esencia y la pureza de la danza del Cáucaso, y ponerlos juntos en el escenario?”, contó Mitchell hace algún tiempo al diario The New York Times. “Todo el mundo estaba en su contra. Balanchine sabía contra lo que estaba luchando y me dijo: tú sabes, querido, esto tiene que ser perfecto, por ti y por mí”.
Mitchell fue un pionero, como también el cubano afamado coreógrafo y bailarín, que hizo carrera en Bélgica. Hoy día, aunque no en las proporciones debidas ni con las oportunidades de realización personal al alcance de los talentos potenciales, negros y negras no son vistos como rara avis en las compañías de danza clásica. La integración se abre paso y tendrá que hacerlo aún más, si pretendemos jerarquizar los valores humanos por encima de las barreras y los prejuicios. Cuando baila Carlos Acosta en Cuba o en Gran Bretaña, como hasta hace muy poco en que emprendió carrera al frente de su compañía en La Habana, o cuando baila Misty Copeland con el American Ballet Theatre, no es un negro o una negra quienes danzan, sino magníficos artistas y dignos seres humanos.
De Estados Unidos nos llega la noticia del deceso esta semana de Mitchell a los 84 años de edad. Su gran obra fue la creación del Teatro de Danza de Harlem (Dance Theatre of Harlem), fundada en 1969 e inspirada por la lucha antirracista emprendida por Martin Luther King Jr. Prestigiosa compañía con un excelente repertorio, marcada por el color de la piel.
Prefiero la integración y el mestizaje en el futuro del arte y del mundo.