Pedro de la Hoz
No solo su figura –alta, magra– evocaba al Quijote sino en actos y obras lo fue. Harold Gramatges luchó siempre por una presencia de Cuba en el ámbito de la música de concierto, tan destacada como la que tradicionalmente ha conquistado en la música popular.
“Yo siempre he dicho que la música es como un río, pero con muchos afluentes, y en Cuba tenemos la dicha de que todos estos son navegables”, confesó al autor de estas líneas en 1997, a poco de haber sido proclamado merecedor del Premio Iberoamericano de la Música Tomás Luis de Victoria.
Esa alta distinción lo hizo visible en un plano superior. Era la primera vez que se confería un premio equivalente, por su alcance y prestigio, al Cervantes de las Letras. Harold nació en Santiago de Cuba el 26 de septiembre de 1918. De modo que estamos celebrando este miércoles su centenario.
Su padre, que era una especie de hombre del Renacimiento, arquitecto, matemático, ingeniero y músico por afición, lo puso en manos de una profesora de piano cuando apenas contaba con ocho años de edad. “Fui con mi hermano a pasar la prueba y la maestra le dijo a mi padre que el que servía para la música era yo”, comentó con picardía y añadió: “lo que ella no sabía era que me iba a interesar otro tipo de música bien distinta a la que enseñaba”.
Lo dijo porque su estética se definió a partir del contacto con la primera vanguardia cubana, la que hacia la tercera y cuarta décadas del siglo pasado tuvo en Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán sus máximos exponentes. Fueron esenciales sus estudios en el Conservatorio Municipal de La Habana, pero sobre todo su experiencia activa en el Grupo Renovación Musical, que nucleó a mediados de los 40 a los más avanzados e inquietos autores del país.
En 1942 se trasladó a los Estados Unidos para estudiar en el Bershire Music Center, bajo la guía de Aaron Copland y Serge Koussevisky. En 1945 fundó y dirigió la orquesta del Conservatorio Municipal de La Habana, donde ejercía, además, como profesor. En 1958 obtuvo el Premio Reichold del Caribe y Centroamérica, otorgado por la Orquesta Sinfónica de Detroit, con su Sinfonía en Mi.
Tempranamente, en 1946, Alejo Carpentier vaticinó: “La evolución futura de Harold Gramatges debe ser seguida de cerca. Es, por lo pronto, uno de los músicos más sólidos y conscientes que haya producido la música cubana contemporánea. Su oficio es de una aplastante seguridad. Y siempre sabe hasta dónde quiere llegar”.
Entre sus más meritorias participaciones en la vida social del país se inscribió la fundación de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, la cual presidió. En ella, a lo largo de los años 50, se concentraron los artistas e intelectuales éticamente comprometidos con la salvación del país del caos republicano y se promovió el vínculo de la cultura nacional con el pensamiento estético de vanguardia a escala universal.
Al triunfo de la Revolución fue designado asesor del Departamento de Música de la Dirección General de Cultura, interviniendo en la reforma de la enseñanza de la música y en la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional. También dio su aporte a los primeros programas de estudios del naciente sistema de enseñanza que, por primera vez a partir de 1962, democratizó el acceso a la formación profesional artística en la Isla.
Al pasar balance del repertorio sinfónico, vocal y de cámara que ha legado, escribí hace algún tiempo: “Se advierte en su obra una cumplida dialéctica entre la herencia universal y la tradición criolla. De la primera retoma el sentido del equilibrio y el rigor en el tratamiento de las formas (...). Pero en lo visible e invisible, Harold Gramatges es un creador que piensa en cubano y se expresa como tal”.
Por esos cauces transcurren su Sinfonietta, sus preludios para piano, la ejemplar página Cantos de Villa Grasoli, para guitarra; y la sobrecogedora obra orquestal In memoriam, dedicada a evocar la grandeza épica del luchador clandestino santiaguero Frank País, quien fuera su amigo. La soprano Conchita Franqui y la pianista Marita Rodríguez grabaron el ciclo integral de sus obras para voz y Exaudi dejó testimonio de su catálogo coral
Junto a la música históricamente asimilada y la de sus contemporáneos, Gramatges nutrió sus vivencias de otras artes. Admiró la pintura cubana de los maestros y gozó de la poesía de los clásicos de la lengua española y de sus colegas de generación. De México le apasionaban las creaciones musicales de Silvestre Revueltas y Juan Pablo Moncayo. Otra aventura incitante en su quehacer, y de la que apenas se ha hablado, lo relaciona con el surgimiento de la Nueva Trova.
“En los años 60 –recordó– yo estuve al frente del Departamento de Música de la Casa de las Américas. Su presidenta, Haydée Santamaría, era una heroína revolucionaria con mucha sensibilidad y un enorme entusiasmo por el activismo cultural. Un día ella me llamó para comunicarme que sería bueno que escuchara a unos jóvenes trovadores que decían cosas distintas a los cantores de baladas de moda. No tenían nombre, después lo tendrían, pero cuando escuché a Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola comprendí que algo nuevo estaba naciendo en la canción cubana. Yo les ofrecí espacio y promoción y eso es también uno de mis orgullos”.
Harold Gramatges venció el paso del calendario. Por eso se nos revela hoy. El ejercicio que lo hizo sentir más vivo fue su vocación de servicio a la música: “Espacio y tiempo, he ahí dos coordenadas que se dan en la vida, pero que en la música adquieren otra dimensión. Lo que en ella sucede nos llena de misterio”.