Ivi May Dzib
Apuntes de un escribidor
II
Uno no puede tomar sus recuerdos y tirarlos a la basura así porque sí, siempre terminas deteniéndote hasta en lo más nimio, como en un boleto de transporte urbano de 1997 y entonces recuerdas cuando te movías en transporte público al bachillerato y de ahí a tu casa e irremediablemente te encuentras dentro de una habitación, haciendo el amor con una joven que en ese entonces tenía tu misma edad y no pensabas que en algún momento las tardes iban a dejar de ser eternas. Si esos documentos fueran de otra persona, de manera pragmática se encargarían de ordenarlos y poner más de la tercera parte en el bote de basura y el resto en carpetas debidamente acomodadas para tener claridad de dónde está cada cosa.
Me encuentro con fotocopias de varias obras de teatro que ahora tengo en archivos digitales, pero veo que atrás hice varias anotaciones, las leo y recuerdo aquellas clases que tomé en Hidalgo, donde hablábamos del personaje y recordé porqué decidí hacer lo que hago, descifré mi letra, entonces me senté a leer y caí en la cuenta de que esa lectura iba a tomarme un par de horas; quería deshacerme de esas fotocopias, cuando terminé de leer decidí que esa información la tenía ya en mi cabeza y que sería ocioso guardar esos documentos meados, además de que el material lo tenía impreso y en digital. Terminé conservando un par de textos.
Lo siguiente fue una postal que me hizo recordar que las promesas de amor son totalmente volátiles, además de que alguien puede jurarte amor eterno por escrito y años después vomitar odio con todas las personas que tienen ambos en común. Recordé su sonrisa y sus besos, las tardes de lluvia y la comida rápida que siempre me tocó pagar, además de las peleas que empezaban a hacerse constantes; hice un esfuerzo por recordar toda la pasión que hace quince años llegó a existir con una persona que ahora ni siquiera me habla y me pareció que aquello fue en otra vida. Además de la postal también había un par de fotografías de ella y una especie de carta donde escribía a manera de diario lo que vivimos ese día, entonces lo recordé, la facultad, esa desfachatez con la que se vivían las cosas sin la ansiedad de ser vistos ni de gritar a los cuatro vientos las cosas que hacías, entonces nadie estaba desesperado por exhibirse, bastaba con vivir. Guardé esos recuerdos en un lugar aparte, creo que valía la pena conservarlos, porque si de algo estamos seguros es que las cosas y las personas que en un momento determinado amamos siguen vigentes en nosotros, sólo podemos tener un recuerdo ambivalente y sería un error pensar en el pasado como algo bueno o malo, es mejor pensarlo como algo que nos forjó.
Luego me encontré con algo que me hizo ir aún más lejos en la memoria, era una pequeña novela titulada “La ira de nadie”, la primera que escribí, estaba escrita a mano y engrapada, incluso había como cinco páginas escritas con tinta de tono azul cielo que hacía poco visible el documento. Era la época donde me sentaba a escribir con paciencia y me la pasaba pensando y pensando antes de plasmar las ideas, ya que no tenía corrector a mano y las computadoras todavía no formaban parte de mi vida. Era ese tiempo donde me sentía solo e incomprendido y me creía capaz de ver la banalidad con la que los demás vivían la vida, sintiéndome moralmente superior pero también infinitamente solo; entonces no era capaz de dimensionar a dónde me llevaría todo eso, pero por primera vez me entró una grandísima nostalgia y estuve a punto de llorar, aunque todavía había algunas cosas que ver.
Continuará.
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