Pedro de la Hoz
La vida y la obra de la escritora Doris Lessing escaparon de todo esquema previsible. De nacionalidad británica nació hace cien años, el 22 de octubre de 1919, en la ciudad persa de Kermanshah ocupada por el imperio británico, pero como vivió y comenzó su carrera literaria en la Rhodesia colonial, hoy Zimbabue, se le identifica muchas veces como una autora africana. Fue longeva, murió en Londres el 17 de noviembre de 2013.
El salto de Oriente Medio a Africa sucedió en 1925, cuando la familia, atraída por la promesa de enriquecerse a través del cultivo de maíz, se mudó al territorio austral. La madre de Doris se adaptó a la dura vida en el asentamiento, intentando enérgicamente reproducir lo que era, en su opinión, una vida eduardiana civilizada entre los salvajes; pero su padre no lo hizo, y los miles de acres que había comprado no le dieron la riqueza prometida.
Antes de establecerse a los 14 años de edad por su cuenta en Salisbury, capital del enclave, Doris, entonces con el apellido paterno Tyler, devoró los libros de la biblioteca que atesoraba su madre en la granja. Las primeras lecturas incluyeron a Charles Dickens, Walter Scott, Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling; más tarde descubrió a D.H. Lawrence, Stendhal, León Tolstoi y Fiodor Dostoievski. Los cuentos antes de dormir también nutrieron su imaginación. Pero al crecer también absorbió los amargos recuerdos de su padre de la Primera Guerra Mundial. “Todos estamos hechos por la guerra”, escribió después, “retorcidos y deformados por la guerra, pero parece que lo olvidamos”.
Los deseos de independizarse la llevaron a casar en 1937 con un funcionario inglés, con quien tuvo dos hijos. Unos años más tarde, sintiéndose frustrada, abandonó al marido. Pronto se sintió atraída por los miembros de Left Book Club, un grupo de comunistas “que leían todo y que no pensaban que fuera extraordinario leer”, según sus palabras. Uno de ellos, el alemán Gottfried Lessing, le propuso un nuevo matrimonio, le dio apellido y de la convivencia acordada nació su tercer vástago, Peter.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Doris entró en contradicción con la manera de entender el marxismo –demasiado rígido para una personalidad tan contestataria como ella– y se trasladó a Londres en 1951 con su hijo pequeño. En el equipaje viajó la primera novela, Canta la hierba. Con ese solo texto hubiera merecido todos los honores.
La historia de Mary Turner, mujer que vive en la colonia británica de Rhodesia con su marido, intentando sacar adelante una granja que no da dinero, y que a causa del aburrimiento y la desesperación, acaba teniendo una relación sexual con su sirviente negro, Moses, es amarga y apabullante. Todos los intentos que hace por cambiar su situación, por huir o resignarse están condenados al fracaso. La tragedia es inevitable. Lessing no nos hace esperar para comunicarnos el fin que le espera a Mary. El libro comienza con la noticia de su asesinato tal y como la recoge el periódico local. Saber que Mary muere de forma violenta en la granja elimina cualquier resquicio de esperanza que pudiera tener el lector a lo largo de la novela.
En 1962 confirmó su valía como narradora con una obra sui géneris, El cuaderno dorado. Fue su trabajo más ambicioso y elaborado. Anna Wulf, la protagonista, escribe, ha tenido éxito como novelista y anota sus experiencias en cuatro cuadernos. El de cubierta negra repasa los años africanos; el rojo refiere su actividad política; el amarillo ficcionaliza parte de su autobiografía; el azul es un diario personal. Finalmente, enamorada de un escritor estadounidense, amenazado de locura, Anna intenta reunir los hilos de los cuatro libros en un cuaderno dorado. La crítica creyó ver en la obra un manifiesto feminista. Lessing se desmarcó: “La guerra sexual no es la guerra más importante, ni es el problema más vital en nuestro país”.
Las ficciones de Lessing resaltan por sus rasgos autobiográficos. No se puede desprender de la matriz africana de los tiempos del apartheid en Sudáfrica y Rhodesia. Escribió sobre el choque de culturas, las graves injusticias de la desigualdad racial, la lucha entre elementos opuestos dentro de la personalidad de un individuo y el conflicto entre la conciencia individual y el bien colectivo. Sus historias y novelas ambientadas en Africa, publicadas durante los años cincuenta y principios de los sesenta, denuncian el despojo de los africanos negros por los colonialistas blancos y exponen la esterilidad de la cultura hegemónica en el sur del continente. En 1956, en respuesta a la franqueza de su literatura fue declarada extranjera prohibida tanto en Rhodesia como en Sudáfrica.
A los 88 años de edad, en 2007, recibió la noticia de la adjudicación del Premio Nobel de Literatura. En la ceremonia de aceptación dijo: “Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas, sino durante un lapso más prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás ‘¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?’. Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido”.
Vale la pena tomar en cuenta ese llamado de alerta.