Rosely E. Quijano León
Se acabó el sabor metálico de las horas
y la desolación que inundaba
más de noche que de día.
Se acabó el silencio que daña
y las palabras falaces huyeron tímidas,
sin despedirse.
Se acabó el acostumbrarse a tener
la esperanza bajo tus ruinas
a ser solo testigo de la demora de tu valentía.
Y se acabó porque tenía que acabarse,
porque ya no caben aquí tus desgracias;
porque la noche es mía, y el día también;
porque a mis libros les faltaba el aire, como a mí,
y respirar el aroma de la tinta.
Se apagó la sombra y se encendió una lámpara.
Nadie podrá volver a apagarla.
Ni a estas ganas de vivir,
tan dilatadas.